EL APRENDIZ

Miguel Matías Martínez Navarro

Obra ganadora del II SYMPOSIUM VIRTUAL DE LA BIBLIOTECA DE LA TRADICIÓN



         El sol se entretenía amaneciendo. Lentamente se alzaba sobre un paisaje que parecía  recién creado; como cada mañana irradiaba la falda de la montaña, transformando la noche en día, el frío en calor, la sombra en luz.

 

El anciano  recorrió con una mirada la superficie de la cantera, antes de descender por el desfiladero, contemplando con escalofrío a los niños, que mecánicamente golpeaban los sillares de piedra, rompiendo y perfilando bloques que encajarían, entre otras,  en los muros de la obra que se había iniciado junto a  la Catedral.

 

Ajustándose el grueso manto, que le abrigada el cuerpo de los vientos del norte, que le cortaban la respiración y desordenaban su barba blanca,  recorrió a pie el camino hasta dar con el cantero, un hombre grueso de baja estatura y aspecto descuidado, quien le recibió con una cierta familiaridad, no exenta del servilismo que procura la dependencia económica. Una vez cumplidos los hábitos sociales del saludo, acompañado este de una  forzada reverencia y un breve “maestro...”  el cantero aparentó interés por el viaje del anciano:

 

-¿Habéis  tropezado con algún bandolero por el camino?-

 

-Los asaltantes y Nos somos viejos conocidos.- contestó mostrando poca confianza.

 

-Aunque era habitual que el Maestro de Obras visitara la cantera para supervisar los cargamentos de bloques de piedra que le destinarían a la obra, no lo era tanto que lo hiciese a aquellas horas de la mañana, poco después de amanecido.

 

         El Maestro, indiferente a la cortesía forzada del cantero, se interesaba más por los niños,  ateridos por el frío reinante en el fondo de la cantera, y con las manos enrojecidas por la violencia de los golpes de las mazas, que sin otro argumento que el látigo, se empeñaban en sustraer a la dura piedra de su forma natural para convertirlas en bloques, con los que, con el tiempo se alzarían Templos para mayor Gloria de la Cristiandad.

 

         La mirada del Maestro, tras supervisar el trabajo de los niños, fue a detenerse en uno en particular, al que hacía ya algún tiempo que  venía  observando, y que con gran oficio, alternaba el buril y la maza de una mano a otra, según se le cansaban los brazos, y minaba la resistencia de la roca, buscando los puntos débiles y pegando en ellos rítmicamente sin detenerse, hasta que deshacía las vetas de caliza, y liberaba la piedra en sí. El pequeño correspondió la mirada, reconociéndolo y el anciano observó en sus ojos cansados un brillo especial.  

 

         El Maestro contempló como a medida que el niño golpeaba la roca, aparentemente al azar, iba tallando sobre la superficie, la imagen de un caballo, tal vez el único animal que conocía. Cuando el cantero, siguiendo la mirada del anciano se apercibió de esto, descargó  el látigo con fuerza sobre la espalda del pequeño, al tiempo que le reprendía:

 

         -¡¡Mocoso de Dios... !!

 

         El Magister, con gesto sorprendido, sujetó el brazo del cantero con una firmeza inesperada para un hombre de su edad, al tiempo que le hacía una oferta apresurada:

 

         -Tal vez basten unas monedas para librarte de este “mocoso”. –

 

-¿Unas monedas...?,-contestó sorprendido el cantero a la vez que miraba  alternativamente el gesto duro del anciano y su propia mano,  que palidecía por momentos  bajo la presión.

 

          -¿Y perder de vista a este hijo de mi hermana?- contestó el cantero trasladando la mirada a la  mano izquierda del Maestro que se había introducido en la bolsa de cuero que colgaba de su cinto.

 

         -Tal vez con un par de monedas... de oro, sea bastante; te prometo que podrás visitar al mozo cuando quieras, en la obra que estoy llevando a término.-

 

         -¿El Aula de Teología de la Catedral?.- Ah no.-contestó con indiferencia. – No soy hombre de religión, una moneda por el mozo, y otra por mi memoria, Sire.- finalizó el cantero, cerrando el trato.

 

Sin más palabras dejó el Magister al cantero, llevándose al sorprendido niño, que había presenciado la transacción con la boca abierta, doliéndose del golpe del látigo,  cuyo extremo más fino, tras golpearle la espalda había ido a herirle la cara, dejando una cicatriz roja que le sangraba hasta la barbilla.

 

         -¿Ahora trabajaré para vos, Sire?-preguntó.

 

         -Ahora aprenderás de Nos, hijo, cuando te dirijas a mí, nos llamarás Maestro.-

 

-Sí Sire.- dijo el niño al tiempo que miraba incrédulo la cantera, fuera de cuyos límites apenas había salido en su corta existencia.

 

         -Maestro.- le recordó el anciano señor, zarandeándolo levemente por los hombros.- ¿Tienes pertenencias?.-

 

         -¿Pertenencias?, Repitió el niño, que todavía miraba incrédulo al cantero, al que iba perdiendo de vista al alejarse.

 

-Pertenencias, equipaje, ropa... –

 

         -¡Ah!, no- dijo el pequeño mirándose el harapo que vestía y que era su única posesión.-    

 

         -Pues nos vamos- dijo el Maestro cerrando la conversación; su parquedad de  palabras fue el primer rasgo de la personalidad del anciano que pudo apreciar el niño. En los meses sucesivos, sólo conoció de la personalidad de su mentor aquello que este le dejaba entrever a través del gesto siempre hermético y su carácter austero.

 

Montaron el caballo blanco que había traído el maestro,  y el pequeño desde la grupa, aferrándose al manto de color crudo  miraba hacia el suelo como quien se asoma a un abismo.

 

          La cabalgada hasta la ciudad, esta vez al trote, se hizo larga; la distancia y la falta de costumbre del pequeño aprendiz, hicieron terminar a este con la espalda dolorida y alguna otra parte más baja de su anatomía magullada.

 

Al llegar a la ciudad, pasado el mediodía, el anciano Maestro descabalgó de un salto sobre la calle empedrada, junto a un albergue, y bajó al niño sujetándolo por la cintura; entraron dejando a la montura a manos de un mozo  de cuadra que apestaba a estiércol de caballo.

 

En el interior el Magister se dirigió al posadero en lemosín, lengua que el muchacho tenía poco oída, apenas cuando el cantero la usaba con algunos clientes, y que casi no entendía, pero que se había ido extendiendo tras la reconquista de los pueblos a las tropas árabes, a manos del Rey Jaime I, respaldado por Caballeros Templarios y Hospitalarios.

  

         -Lo primero que vamos a hacer es acallar esos rugidos que me vienen atormentando todo el camino, cualquiera diría que llevas en la barriga un león, como los que se comían a los peregrinos en Tierra Santa.- El oír hablar de comer provocó un nuevo rugido en el estómago del niño, que se lo sujetaba como si fuera a escapársele corriendo. 

 

         El mozo pensaba en los leones, de los que había oído hablar pero no sabía como eran; a un gesto del anciano se sentó en una mesa de madera cerca de la chimenea, en la que ardía un  gran fuego de leña de naranjo que desprendía un aroma característico. Al ver que acompañaba al maestro, enseguida le sirvió una mujer gruesa que le acarició la cara sobre la herida,  de la que le limpió la sangre ya coagulada con la esquina apenas blanca del delantal,  compadeciéndose del niño y maldiciendo al autor del castigo.

 

         Rápidamente puso sobre la mesa un cuenco de arcilla que contenía un guiso de carne, alcachofas y otras verduras de la tierra, que la señora, al ver al pequeño con frío, acompañó de un vaso de vino caliente con algo de miel. El mozo no recordaba haber comido nunca sentado en una mesa, y el último alimento caliente seguramente debió ser el que tomó del seno de su madre, antes de ser arrancado de este por el destino para precipitarlo al fondo de la cantera, donde había crecido, milagrosamente entre golpes de látigo, golpes de martillo,  y esquirlas de granito.

 

El niño, que miraba estupefacto la comida,  empuñó el cucharón de madera con sus manos deformadas por los golpes de la maza poco certeros de sus principios, y sin más protocolo, empezó a engullir el guiso, atragantándose al principio; mientras tanto el maestro conversaba con el posadero. Al terminar la comida este le dijo  que en adelante ese sería su hogar.

 

A primera hora de la tarde, tras reposar la comida, se dirigieron a la obra en la que trabajaba el maestro, que era un Aula junto a la  Catedral que se destinaría a la enseñanza de Teología. Le enseñó la arquitectura y los planos,  de los que aun quedaban restos de los esbozos trazados con tiza en las paredes.

 

Se dirigieron hacia un montón de piedras rectangulares, cerca de una de las paredes interiores, junto al cual había alguna herramienta al pie de un andamio; el anciano se apoyó en su abacus para agacharse hasta el suelo y recoger una maza y un buril, que le ofreció, y señalando al azar una de las piedras le dijo:

 

-Traza un triángulo equilátero.-

 

-El niño miró al anciano sin entender, con las conocidas herramientas en las manos, pensando que no había cambiado tanto su suerte como había pensado en un principio si tenía que seguir picando piedra.

 

-Un tri-án-gu-lo.- repitió el maestro trazando la forma del triángulo frente a su cara con los dos dedos índices extendidos.

 

El pequeño empuñó ambas herramientas con firmeza y encaró la piedra; apoyó la punta del buril y empezó a dar golpes secos en el otro extremo. En unos momentos terminó la figura y volvió a mirar al anciano que contemplaba el dibujo satisfecho.

 

-Bien,  sabes tallar la roca, veo que sólo te tendré que enseñar la otra parte del oficio... ¿Qué es lo que ves?- preguntó.

 

         El niño sin entender miraba alternativamente a la figura y al maestro.

 

         -Lee el símbolo.- le insistió.

 

         El pequeño, cuya educación, por llamarla de alguna forma, se limitaba a la habilidad necesaria para sacar un bloque de una piedra a base de golpes, a cambio de no recibirlos él, no sabía qué contestarle.

 

         -Una figura... con tres lados iguales... - susurró.

 

         El Maestro le interrumpió: - De acuerdo, pudiera representar a la Santísima Trinidad, pero tienes que leer el símbolo, fíjate bien: tenemos una forma con un ángulo hacia arriba, que simboliza la Unidad en el Cielo, la deidad, a Dios, y dos ángulos hacia abajo, que representan la dualidad en la tierra, en su manifestación terrena: el ser humano emancipado de Dios; por lo tanto, entendemos que Dios es Uno, y el ser humano, en su manifestación terrena es dual.- El mozo miraba la forma trazada sobre la pared, entendiendo apenas lo que le decía el anciano.

 

         -Esa es mi firma, a partir de ahora, firmaremos nuestros trabajos con un triángulo.-

 

         Cuando el anciano hacía referencia a sí mismo decía siempre “Nos”, cuando el niño le escuchó decir “nuestros”, notó una sensación de calidez que le nacía de dentro; esa tarde tuvo claro que el anciano maestro quería que fuese su aprendiz.

 

De entonces en adelante su rutina consistió en acompañar al Magister a todas partes, aprendiendo el lenguaje de los símbolos y a descifrar los grabados, visitando  las iglesias, parroquias y basílicas que había construido el maestro; grababa a fuego en su memoria cada figura que le enseñaba, y siempre que tenía ocasión meditaba sobre su significado.

 

Aprendió a esculpir demonios, personas dominando a los demonios, o leones y dragones, que según el anciano simbolizaban los bajos instintos, la imperfección del ser humano manifestada por su emancipación de la perfección de Dios, y cabezas, en los canecillos, en las columnas, como culminación en el centro de las nervaduras de las bóvedas;  al anciano Maestro le obsesionaban las cabezas, “recuerda el triángulo”, le decía:

 

-La cabeza es la extremidad superior, hacia arriba, simboliza a la Unidad, la cabeza es símbolo de  Dios, las dos piernas hacia abajo, pegadas a la Madre Tierra, representan la dualidad del ser humano en su manifestación terrena; Dios nos ha hecho caminar a las personas ajenas al simbolismo de nuestra propia morfología.-       

 

        De vez en cuando el anciano le recriminaba la travesura de tallar las facciones del cantero a las caras de los demonios que esculpía.

 

El Magister le iba enseñando su particular filosofía, su idea de la religión, su concepción del mundo, de la deidad, y la relación del ser humano con ambos. Poco a poco fue iniciándose  en los secretos del lenguaje de los símbolos, que cimentaron la incipiente sabiduría con la que afrontaba cada día de su nueva y afortunada existencia junto a su mentor.

 

         Uno de esos días, mientras se encontraba en la posada, sacudiéndose el frío de encima, junto al hogar de la  chimenea, que se había convertido en el suyo  propio, escuchó hablar a uno de los clientes habituales:

 

         -Ese maldito alquimista... está comprando oro para después limarlo hasta conseguir convertirlo en polvo, cualquier día de estos lo hallarán muerto, asfixiado por los vapores pestilentes de salen del horno.. –

 

-O se lo llevarán al infierno los demonios que engendra en él.- replicó con una carcajada el posadero.-

 

         -Le despertó la curiosidad el asunto del oro, y  le contó al maestro lo de la limadura y los demonios.

 

         -¡Ah!, El alquimista, ese viejo loco cualquier día conseguirá  envenenarse con los vapores de su atanor; un día de estos te llevaré a su laboratorio.-

        

Sorprendido por el hecho de que su maestro y el alquimista se conocieran, aguardó paciente el día en que el anciano decidiera llevarle ante tan sorprendente personaje. No tardó en encontrar ocasión el anciano de llevar al mozo al laboratorio del alquimista y presentarle a este viejo amigo.

 

         -¡El pequeño aprendiz!, había escuchado que tenías un heredero- bromeó el alquimista al tiempo que intentaba abrazar al niño que se escondía, entre temeroso y emocionado tras el manto del Magister  esperando ver aparecer a los demonios de entre las retortas y matraces.

 

El laboratorio estaba situado a las afueras de la ciudad, al fondo de una callejuela sin salida llamada Calle de los Maestres, a  espaldas de la Iglesia del  Temple, donde el anciano vivía en virtud de su condición de Caballero de la Orden de Montesa,  y en la que él mismo había tallado sobre su puerta un escudo con la cruz de ocho puntas.

 

Era en la Iglesia donde le había bautizado, y le hacía asistir a misa.

 

El bautizo del niño, fue oficiado por el propio maestro, tras descubrir  horrorizado que este no sólo desconocía las sagradas escrituras y no sabía rezar, sino que tampoco había recibido el sagrado sacramento. Para oficiar la ceremonia el anciano se vistió con un manto de color blanco inmaculado, con una  cruz roja sobre el hombro izquierdo que besó con reverencia.

 

 El alquimista no tardó en generar confianza en el niño, tal vez los años de soledad transcurridos a solas junto a su atanor, sólo aliviados por la visita esporádica y la conversación del anciano maestro, le habían hecho apreciar toda compañía humana que no fuera la de los gañanes con los que a veces se veía obligado a tratar.

 

         -Sangre nueva.- decía, satisfecho.

 

         -Cualquier día te asaltarán y te robarán, y eso no será todo lo malo si consigues salir con vida.- le comentó el maestro al alquimista.

 

         -Lo harían si no pensaran que en mi horno engendro a demonios que me protegen; muchas veces yo mismo me encargo de alimentar esos rumores.- dijo guiñando un ojo al aprendiz.

 

Cuando el niño hubo comprobado que no le saltaba sobre la espalda ningún demonio, ni se le había aparecido el diablo de entre el humo, comenzó a curiosear por el laboratorio, sin despegarse demasiado del manto de su preceptor.

 

El anciano alquimista, que sólo tenía ojos para su nuevo amigo, le enseñaba complaciente la única dependencia del laboratorio, ocupada casi exclusivamente por estanterías, en las que se amontonaban, aparentemente sin orden, cientos de papiros y manuscritos cubiertos de polvo y telarañas,  y por una inmensa chimenea, en cuyo hogar humeaba lo que le pareció un extraño horno, de grueso metal y forma esférica, que movido por un sistema de poleas, giraba lentamente sobre un cilindro que contenía un fuego alimentado por carbón.

 

         El Magister se detuvo a observar curioso el atanor esférico, entrelazando las mano por detrás de la espalda.

 

         -Gira sobre si mismo, sobre su propio eje... - comentó, sorprendido con una media sonrisa de complicidad.

 

El comentario del anciano hizo que el alquimista centrase su atención en su amigo, y dejase campar a sus anchas al aprendiz, no sin antes advertirle que no tocase nada, excepto los libros, que, según le dijo,  no le harían ningún daño.

 

El niño se entretuvo hojeando alguno de los manuscritos que había apilados en las estanterías, y como prácticamente no sabía leer, excepto lo poco que le iba enseñando el  Maestro, se centró en los dibujos, en los símbolos representados sobre el papel, papiro, o bien fina piel curtida, encontró también alguna tablilla de arcilla, con símbolos grabados que no eran letras de ningún idioma, y que no tocó por miedo a romper.

 

Le llamó la atención un símbolo, que por la sencillez de su diseño intuyó, según le había enseñado el anciano, que le sería más difícil  de interpretar.

 

Se trataba de la representación de una esfera, dividida por una especie de curva doble en dos mitades, una de color blanco y otra de color negro, la una con un punto negro en su parte más ancha, y la otra blanco.

 

-Ah, la dualidad.-dijo, concentrado, el tema favorito del anciano, sobre el que le disertaba a lo largo de horas.

 

En torno a la esfera, había ocho símbolos formados por líneas, que dibujaban un  octógono. Le resultó sumamente familiar el tema de la dualidad y del octógono: la figura geométrica que más le gustaba utilizar al maestro en la construcción de torres o cimborrios, como la gigantesca torre que proyectaba y  que pensaba construir junto a la Catedral, una torre de forma octogonal, de cuidadas proporciones, de igual altura a su perímetro.

 

Siguió observando atentamente el símbolo, como había sido enseñado, esperando que le llegase la revelación  de su verdadero significado. En esto, el anciano alquimista y el anciano Maestro habían concluido la conversación y miraban divertidos como contemplaba el pergamino, con los ojos entrecerrados y gesto concentrado.

 

El alquimista le acarició la cabeza con su mano huesuda, y le preguntó:

 

-¿Qué te sugiere?-

 

-Pues, la dualidad, el bien y el mal, opuestos y complementándose... nada existe sin su opuesto...

 

-No está mal, veo que tu maestro te va metiendo en materia; la interpretación es casi correcta, en realidad lo que tienes ante ti es el llamado símbolo del Yin y del Yang, los símbolos que lo rodean son la representación de los cinco elementos, tierra, metal, fuego, madera y agua. En realidad el símbolo, que ves, hijo mío, esconde una  fórmula alquímica.

 

El anciano pasó el brazo sobre los hombros delgados del muchacho y lo atrajo frente al  horno, la esfera de grueso metal negro que giraba lentamente.

 

-Imagina, -le dijo- que esta esfera es el símbolo que has estado examinando, en su interior se está mezclando, a la debida temperatura y presión,  el elemento negro que está representado en el símbolo, el llamado nigredo, la materia o sustancia primordial de la que nace toda vida, y el elemento blanco, el alma que anima a la materia, el mercurio coagulado. El anciano interrumpió su explicación para abrir una pequeña ventana lateral del curioso horno y arrojar en su interior, ayudado por un embudo, un puñado de una sal blanca.

 

El niño aprovechó la pausa para preguntar:

 

-¿Y porqué gira?-

 

-Lo  hago girar porque la Tierra gira sobre si misma, y es en las entrañas de la Tierra, bajo el influjo constante del sol, donde tiene lugar el proceso que los alquimistas llevamos cientos de años intentando reproducir, algunos con más  éxito que otros.- llegado a este punto carraspeó discretamente. -Es del interior de la Madre Tierra de donde surge la Vida, donde tiene su origen todo ser vivo, la Tierra es nuestra Madre, y es en su seno, en su interior donde nos gesta, y donde Dios, nuestro Padre, inocula la vida, mediante su esencia,  el mercurio coagulado, que unido a la materia primordial, el nigredo, da como fruto toda manifestación de la vida que puedas contemplar con tus ojos. Todos los seres vivos nacemos de la madre Tierra y a ella volvemos después de muertos, para, tras el proceso de putrefacción, transformarnos en materia primordial, en nigredo, una vez separado el espíritu. La Tierra es un inmenso atanor.- concluyó el anciano pensativo.

 

-Entonces... ¿ mi padre es Dios?- preguntó el niño al anciano.

 

-Nuestro creador, hijo mío, es Dios- le contestó- Y nuestra madre la Tierra. Dios es el origen de todo, la esencia, la causa primera, principio y fin de todo lo creado, el espíritu que anima todo lo que está vivo; y por lo tanto está presente en ti y en mí, todos somos uno en la luz. Nuestra madre es la Tierra, que es la parte física, lo material que hay en nosotros, es quien aporta la materia primordial de toda manifestación viva, y en cuyo vientre nos gestamos todos los seres vivos.


-¿ Pero la Tierra no es plana?-


Ahora intervino el maestro:


-La Tierra es redonda, y gira; de ello dan fe los hermanos que han cruzado los océanos, bajo el pabellón del Temple y en nombre de Cristo, y que como caballeros suyos han visitado otros mundos allende los mares. Dicen que si se navega en dirección recta, se volvería al punto de origen. Algunos de ellos han visitado tierras lejanas donde los hombres son rojos, y adoran a otros dioses, y a la Madre Tierra, aunque bajo otra forma... "longisquus et ignotas regiones visitare et ubique terrarum magna tibi templa dedicari".- recitó el anciano santiguándose.

 

-Nunca había pensado en la Tierra como en una madre... –

 

La materia primordial de la que estás hecho, el nigredo,  y en esencia todo lo que representa la idea de la Tierra como Madre de todo ser vivo, está representada, para que te hagas una idea, por la imagen de la Santísima Virgen, la Virgen es la Madre Universal, tal vez te sea más fácil pensar en la Virgen como una madre.   

 

El joven aprendiz escuchaba boquiabierto las lecciones del alquimista y se su Maestro. A él que no había conocido otro padre que el látigo del cantero, ni otra madre que la dura piedra, le impactó la idea de un Padre y una Madre como se los mostraban los ancianos.

 

-¿Por eso es negra la Virgen  que tiene el Maestro en su habitación, la que besa con tanta devoción?-  preguntó.

 

-Veo que aprendes rápido, pero observo también lagunas en las  enseñanzas de tu maestro, tal vez  no sean del todo completas.  Si él no tiene inconveniente, haré lo que pueda para completar su trabajo. Te queda un mundo por aprender.

 

Después el alquimista retornó a su conversación con el Maestro, y sus divagaciones se perdieron entre consideraciones sobre la obra de aula de Teología de la  Catedral, y unos objetos sagrados traído por unos caballeros de Tierra Santa.

 

-Esta sala está destinada a una gran empresa, pon atención en tu trabajo.- le decía a menudo el anciano maestro mientras trabajaban en la obra.

 

A partir de entonces, las escapadas hasta el laboratorio del alquimista se hicieron cada vez más frecuentes, hasta ser casi diarias. El anciano agradecía la compañía del pequeño, que aliviaba su soledad, enseñándole todo lo que sabía de aquello que más le había llamado la atención, que era la idea de una Madre y un Padre.

 

El niño absorbía como una esponja las nociones de la particular religión que el alquimista compartía con el Magister, y sobre la  que departían a lo largo de conversaciones que duraban horas y horas.

 

Al niño le llamaba poderosamente la atención la obsesión del alquimista por cocer y recocer y destilar una y otra vez  aquellas sustancias, y sobre todo aquel líquido negro y viscoso que desprendía un olor tan fuerte e impregnaba todo el laboratorio y que se le pegaba a la ropa.

 

El nigredo – le había dicho- es una sustancia similar al petra oleum, que hallamos en el seno de la madre Tierra, donde se forma  después de la putrefacción de la materia.

 

-¿Yo me convertiré en nigredo cuando muera?.- La idea de la muerte había acompañado al niño durante cada día de su existencia en la cantera. Había visto morir, con dolor e impotencia a muchos de los otros niños por la falta de alimento o a causa de los rigores del invierno.

 

-En esencia esa es la idea.- contestó el alquimista.

 

-¿ Por eso se entierra a la gente cuando muere?.-

 

-Eres un lince. Por eso se entierra a la gente,  para  que vuelva a la Madre, a la materia primordial de la que fue creado por el Padre Eterno, a la que insufló el alma.

 

-Polvo al Polvo... - recitó el niño, que estaba siendo enseñado a leer con las Sagradas Escrituras.

 

-Nigredo al nigredo.- le rectificó pensativo el alquimista.- Y el alma a Dios.-

 

En una de las visitas, le preguntó por el objeto de aquellos experimentos:

 

-Como ya te he explicado, hijo mío, todo ser vivo manifestado lleva en su interior la esencia del Uno Único, de la Causa Primera, de Dios, y por consiguiente está en la naturaleza de todo ser vivo el volver a formar parte de esa Unidad, el volver al Padre. El Magisterio que pretendo llevar a cabo, no es ni más ni menos que encontrar la forma de volver a la perfección de Dios, la perfección que es Dios por definición. Como enseñan los antiguos: “ Todo lo no creado es perfecto, lo creado es por lo tanto imperfecto”, a causa de su  emancipación de Dios y por lo tanto de la perfección. Yo con las destilaciones sucesivas intento sustraer a estos líquidos de sus imperfecciones, para devolverlos a su forma original y perfecta, como los imaginó Dios en el principio, y obtener tal vez la medicina universal, el agua  viva.

 

El niño, aunque escuchaba con atención todas estas enseñanzas del alquimista, muchas veces no terminaba de entenderlo todo, pero le insistía sobre la idea de Dios como padre perfecto, benevolente y protector, que le llenaba de un sentimiento de calidez, y alejaba de su mente el padre autoritario, rencoroso y vengativo que había sido el cantero,  con sus continuos castigos   y latigazos.

 

-La Obra- continuó el anciano- con frecuencia se ha dicho que es contra natura. Dios inoculó su Esencia perfecta en la materia primordial, creando así la vida pero adquiriendo al mismo tiempo imperfección, porque todo lo creado, cuando se separa de Dios perfecto, es por definición imperfecto. La Obra pretende desandar el camino, volver a la perfección de Dios, a la Unidad de todo lo creado con el Creador, y esto únicamente  es posible eliminando la imperfección.- 

 

-Entonces- insistía el niño- la materia primordial, la Virgen, la madre universal,  ¿ya existía antes?-

 

-No es preciso, ni es posible que lo entiendas todo ahora, guarda estos conocimientos en tu  cabeza y medita cuanto puedas sobre ellos, sólo así alcanzarás la verdadera sabiduría, el camino de la Obra no puede ser enseñado. Nos, al igual que tu maestro, podemos orientarte, pero debes ser tu mismo quien llegue al verdadero conocimiento, leyendo y meditando sobre lo que lees y sobre los símbolos grabados en la piedra inmutable que te enseña tu maestro, y que dejaron otros Iniciados antes que nosotros. Cada uno desarrolla una particular inteligencia, y una particular sabiduría, el Camino de la iniciación es personal, tú debes encontrar tu propio camino.

 

El mozo escuchaba asintiendo con la cabeza, se iba asentando en él la idea de un Padre y de una Madre perfectos,  ahora iba naciendo en él la necesidad de comprender, de acercarse a esa idea del Padre.

 

-Tienes que rezar, continuamente, a cualquier hora, y háblale, háblale al Padre, consúltale sobre aquello que ignores, pídele que te conceda intelecto para  comprender su Obra, Dios es Intelecto.- le alentaba con vehemencia el alquimista.

-¿Porqué tanto el maestro como Vos, emplean el plural cuando hablan de sí mismo?.- La curiosidad del niño era insaciable.

 

-Todo acto a favor de Yo es un acto egoísta y por lo tanto en contra de la Unidad, cuando nos referimos a nosotros mismos, decimos “Nos”, a nosotros, como  parte de la Unidad, no nos gusta hablar del Yo, ni de individualidades. Todos somos parte del Todo, del Uno Único.

 

¿Entonces, Vos también  sois  mi maestro?.-

 

Hay secretos que tu anciano maestro sólo te revelará en el lecho de muerte, su regla le obliga. Un Iniciado del Temple sólo puede revelar los secretos en el lecho de muerte, y Maese Andrés formó parte antaño del círculo hermético de Iniciados del Temple. Él te enseñará todo lo que crea conveniente, y yo trataré de hacer lo mismo, pero- insistió-  debes encontrar tu Camino, llegará un momento en que no te podamos enseñar nada y debas separarte de nosotros para seguir sólo.

 

Por vez primera escuchó el nombre del anciano, lo que le sorprendió sobremanera, ya que estaba acostumbrado a referirse a él como “maestro”.

 

Todos estos nuevos conocimientos bullían en la mente del  niño, que continuamente interrogaba al maestro quien trataba saciar su curiosidad natural. Sabía que este había participado en las Cruzadas de Tierra Santa porque entretenía las noches junto al fuego de la posada con relatos de batallas contra los turcos, pero ignoraba que el anciano hubiese combatido bajo el pabellón del Temple. Sabía, por las historias que oía contar al posadero y a la multitud de clientes del albergue que los Caballeros Templarios eran temibles en combate, y se escuchaban por doquier leyendas que contaban las hazañas que llevaron a cabo a favor de la fe, pero nunca se había imaginado a su mentor como un guerrero.

 

Una de aquellas noches, con la imaginación inflamada por las historias del alquimista, le preguntó al maestro por los colores del Temple, bandera que asoció al símbolo misterioso del pergamino que había visto en el laboratorio.

 

-El Beausant, hijo mío, es el Temple, y el Temple es el Beausant.- le contestó el anciano con una sonrisa nostálgica al tiempo que se santiguaba con dos dedos extendidos, trazando una cruz de ocho puntas sobre su pecho.- Y dices bien, al igual que el símbolo que tanto te llamó la atención, representa al elemento blanco, el Mercurio coagulado, el espíritu, a Dios Padre, en definitiva, y al elemento negro, la materia primordial, el nigredo, la Virgen, la madre universal. La cruz roja, -continuó- es la sangre, representa al ser humano, y las ocho puntas representan las ocho beatitudes que conducirán al ser humano que las contemple de retorno desde la materia al espíritu, desde la dualidad a la Unidad, es decir de vuelta a la Unidad con el Padre Eterno, el Uno Único.    

 

El anciano tras decir esto quedó pensativo, y atizaba las brasas del fuego, añadiendo leña para alimentarlo. El mozo viendo que con la mención del estandarte del Temple había removido recuerdos que tal vez era mejor no traer al presente, no continuó preguntando al  anciano y lo dejó sumido en la nostalgia del recuerdo de otros tiempos.

 

Un cierto día el niño se hallaba cincelando un escudo ovalado que el maestro le había esbozado con tiza en la piedra; se trataba de un encargo especial que estaba destinado a adornar la entrada de una parroquia. El cuadro representaba a un monje con un cráneo en a mano derecha, que era iluminado por un símbolo con la forma de la letra “T”,  suspendido en el cielo. El Maestro no desaprovechaba la ocasión de sembrar con símbolos iniciáticos  las obras en las que tomaba parte.

 

Cuando el aprendiz, movido por la curiosidad le preguntó extrañado por la naturaleza del símbolo con forma de “T”, y pensando si no sería más conveniente para una parroquia que el símbolo fuera una cruz.

 

-Se  trata de una Tau egipcia, un símbolo esotérico templario; Egipto es cuna de sabiduría, y este es un símbolo más antiguo que la cruz.- le contestó el anciano, sin cambiar apenas el semblante hermético..

 

-¿Y que significa?.- preguntó el niño.

 

-Dímelo tú.-

 

-Parece la mitad de la cruz del Temple.-

 

El anciano se sonrió, - No pasa un día en que no me sorprendas, en verdad, elegí bien. - le dijo, y continuó: El Temple, como todo en este mundo, hijo mío, estaba regido por la dualidad, estaba formado por un cuerpo de guerreros: el poder terrenal,  y por un corpus de  iniciados, la cabeza: el poder espiritual,  cuerpo y espíritu, que se cumplimentaban, el uno no era nada sin el otro, y juntos éramos invencibles. Cuando Felipe IV “ El Infame”, que Dios tenga donde se merezca, acabó con la  Orden del Temple, dejó a la cabeza sin cuerpo, nos obligó a los Caballeros  supervivientes a   ocultarnos en otras órdenes en el mejor de los casos, y a cultivar nuestra verdad en secreto, como si de algo vergonzante se tratara. Ese fue el nacimiento de la llamada Caballería Espiritual

 

El niño miraba fijamente al maestro que a cada palabra le parecía más anciano.

 

-¿La Tau representa al Corpus de Iniciados?.-

 

-Representa conocimiento si quieres; como mitad de la Cruz del Temple puede ser símbolo del Corpus de  Iniciados, el poder espiritual, la cabeza  del Temple, la otra mitad sería el poder militar, el Cuerpo.- dijo a modo de conclusión el maestro volviendo a sus meditaciones.

 

La nostalgia invadió de nuevo al anciano y el niño, compasivo, no volvió sobre el tema para no abrir viejas heridas. En honor a su maestro, talló las  facciones de este al monje de la escultura,  inmortalizando así la faz de a quien consideraba su padre en la Tierra y su salvador.

 

Los meses pasaban apaciblemente, la rutina del aprendiz consistía en el trabajo en la obra del aula de Teología junto a la Catedral, que según le había confesado Maese Andrés “estaba destinada a algo muy grande”, y en las sucesivas visitas al laboratorio del alquimista, quien iba iluminando las noches con historias que eran para su imaginación como leña para el fuego del atanor esférico.

 

Las comidas calientes, los cuidados de la gruesa posadera,  y el dormir en una cama  relativamente cómoda, se habían  dejado notar en la salud y la apariencia del mozo,  al que ya no le sobresalían las costillas, y cuyo semblante era algo más sonrosado y radiante que el día en que fue rescatado de las profundidades de la cantera para convertirse en aprendiz del  anciano.

 

En una de las continuas visitas al laboratorio,  tras unos días de reflexión,  preguntó al alquimista por la Obra, tenía curiosidad por saber si había existido alguien que la hubiese llevado a término con éxito.

 

-Parece ser que sí, aunque es más grande la leyenda, dicen que hay un tal George Ripley, que entrega todos los años cien mil libras a la Orden de San Juan de Jerusalén, en Rodas para que las dediquen a combatir contra el enemigo turco (*). Según creo yo -continuó el alquimista- también hubo algún alquimista que ofreció oro al Temple para la misma empresa, pero pienso que los Templarios fueron más allá y no se limitaron a aceptar el oro sin más, conscientes de que la Obra se lleva a cabo por Dios y para Dios, y a ninguna persona, ya sea hombre o mujer, le serán revelados los secretos del Magisterio en tanto no lo encomiende a Dios y observe...

 

 -¡Las Ocho Beatitudes!.- interrumpió el niño.

 

- Tal vez.. - continuó el alquimista. –puede ser que los Templarios dieran cobijo a uno,  o puede que a varios alquimistas,  quienes bajo el mecenazgo de los Caballeros llevaron a cabo la Obra con éxito, y con sus conocimientos se iluminaron mutuamente; no es nada descabellado puesto que sus objetivos eran similares: la Obra se lleva a cabo por Dios y para Dios, y no hay que olvidar que los Templarios eran monjes al servicio de Dios... - El anciano alquimista ya no aleccionaba al aprendiz, abstraído en sus elucubraciones, al niño le pareció que hablaba sólo, en voz alta.

 

-Esto explicaría  el rápido enriquecimiento de la Orden,  y tal vez el misterio del bafomet: tal vez la simbología de la famosa cabeza que se dice idolatraban los Caballeros encierre la fórmula alquímica... En cualquier caso estoy convencido de que el Corpus de  Iniciados de los Templarios conocía el secreto del Magisterio, de la Obra Alquímica, tal vez el Bafomet, a la vez que un símbolo fuese el receptáculo, el continente del Agua Divina, la Esencia de Dios; dicen que el bafomet hacía crecer los árboles y los frutos y hacía fértil la tierra, que era fuente de vida...

 

-La cabeza  simboliza a Dios.- el niño recordó las enseñanzas del maestro.

 

-Exacto. – El alquimista volvía a dirigirse al niño. –En cualquier caso, como te digo, todo esto te lo explicará mejor tu maestro, él formó parte del Corpus de Iniciados del Temple, aunque desconoce, o dice que desconoce el secreto de la Obra, como ya te dije en una ocasión, hay secretos que un Templario sólo está autorizado a revelar en su lecho de muerte. Me ha contado que en cierta ocasión, con motivo de la disolución de la Orden, se celebró un capítulo secreto, el último; en él, Johannes Marcus Larmenius, el Gran Maestre de los Iniciados, ya con Jacques de Molay preso,  depositó el secreto último en  cada uno de los hermanos, encomendándolos a Dios, y ordenándoles  perpetuar la sabiduría del Temple...

 

En el transcurso de la conversación,  entró al laboratorio  el maestro Andrés, quien parecía haber escuchado la última parte de la misma.

 

-Hay secretos que aun no está preparado para conocer, querido amigo. – interrumpió con el habitual gesto hermético.

 

-¿Y quien lo está?.- respondió rápidamente el alquimista defendiéndose.- Los tiempos corren hermano, no podemos dejar que la Tradición se pierda contigo y conmigo.

 

-Hay otros.-

 

-¿Cuánto hace que no te reúnes con ellos, ni tienes noticias?.-

 

-Están las nuevas Órdenes.-

 

-¿Estás seguro que los de Montesa sabrán conservar y transmitir la Sabiduría, no conocen todos los secretos, y  cada vez  sois menos. Tal vez sembrar los templos de símbolos no sea suficiente... –

 

-A cada uno se nos ha encomendado  adoctrinar a un discípulo, y este es mi discípulo; llegado el momento oportuno, si él lo desea y está preparado, será iniciado debidamente, ellos son la semilla del futuro.-

 

Con estas palabras el maestro dio por terminadas, algo bruscamente, las enseñanzas del alquimista. Esa noche dejó claro que la educación del aprendiz era responsabilidad exclusivamente suya.  El  maestro se mantuvo distante del aprendiz durante varios días, mostrándose huraño cuando el joven intentaba entablar conversación con él.


Una de esas noches,  junto al fuego de la posada, el aprendiz, temiendo haberlo contrariado, intentó compartir su cena con el anciano ofreciéndole el plato, al tiempo que le preguntaba tímidamente:

 

         -Maestro, ¿Vos me iniciareis en los secretos? .-

 

         -Gracias, pero ya sabes no acostumbro a comer nada fuera del refectorio... - a continuación mantuvo un silencio incómodo. –

 

-Para ser un iniciado no es suficiente con ser el depositario pasivo de los secretos, hace falta algo más.-

 

         -¿Vos  me enseñareis la forma?-

 

-Es necesario un gran sacrificio si eliges el Camino, la plena dedicación de  tu vida, pero óyeme bien, tienes que elegirlo, la Verdad debe ser descubierta, no inculcada, y aun así... - volvió a hacer una larga pausa, que dedicó a atizar el fuego, pensativo. - son muchos los llamados, pero pocos los elegidos.-

 

-Yo deseo aprender, maestro, deseo conocer los secretos del Padre Eterno.-

 

-No es posible concebir a Dios con nuestra mente limitada, ni aun Su Obra...–

 

El niño bajó la cabeza desesperanzado, temiendo que el anciano no confiara en él para enseñarle los secretos; el maestro alzó la vista para mirarlo con sus ojos claros, que le transmitían  brillantes el fulgor del fuego; luego le dijo:


  -Pero esto no quiere decir que no debas intentarlo,  piensa en la sabiduría que alcanzarás en el camino. También se ha dicho que en esta vida nadie aprende  más de lo que le está dado aprender; esto son trampas  para el ego, habrá quien escuchando esto piense que ya no puede aprender más de esta vida y  abandone la búsqueda; escúchame, nunca, y te repito, nunca se ha aprendido lo suficiente, nunca debes cejar en tu empeño por aprender, y nunca pienses que no podrás hacerlo o que te será demasiado difícil, Dios es intelecto, habla con Dios, pídele intelecto para comprender su Obra.

 

-Esto ya me lo dijo el  maese alquimista.- dijo el aprendiz en voz baja, en su defensa.

 

-El alquimista es un gran amigo y hombre de bien, pero le cuesta comprender que hay una Alquimia que no se lleva a cabo en laboratorios ni se cuece en retortas ni matraces.

 

Esto último sorprendió al aprendiz, quien por una vez creyó ver en el anciano la intención de enseñarle los secretos del Gran Arquitecto del Universo.

 

-La verdadera finalidad de la Alquimia no es otra que transmutar la propia naturaleza del Iniciado, con objeto de alcanzar la pureza original que perdimos cuando los seres humanos, al ser creados nos emancipamos de Dios, la pureza simbolizada en la  blancura de nuestros mantos, y esto sólo es posible mediante una vida austera y de oración.

 

-Las ocho virtudes.- recordó el joven.

 

-Eso es, verás,  el primer paso es reconocer a Dios como tu Creador, como tu origen, tienes que reconocer tu naturaleza divina; es por eso que también consideramos el pecado original el no reconocer la filiación divina del ser humano, o considerarse semejante a Dios. Hay una sutil diferencia entre ser parte de Dios y ser semejante a Dios.

 

-¿ Por eso en la Santa Misa participamos del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, para formar parte de Dios?.-

 

-Exacto, pero  para entender los rituales debes conocer que  se componen de una parte  exotérica  o exterior que es el ritual en sí mismo, la práctica. Y la parte esotérica, que es el camino para interiorizar la experiencia y alcanzar el conocimiento. Si se desconoce el sentido esotérico del ritual, este se convierte en  una práctica mecánica sin sentido, vacía. En la Santa Misa participamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo, que son la materia y el espíritu perfectos, purificados, que han culminado con éxito el Magisterio. Como te digo es necesario conocer la parte esotérica del ritual  para que este sea efectivo,  en el bautismo, por ejemplo el agua representa las Aguas Vivas, la Esencia de Dios, insuflando su Espíritu en la Madre Universal, la materia primordial, el nigredo. Mientras no has recibido el Bautismo eres únicamente materia.

 

-¿Y en al ceremonia el Bautista representa a Dios?.

 

-Exactamente, el Bautista es representación  del Padre Eterno: el ritual se hace a semejanza del que oficiaba San Juan Bautista, quien era un Avatar, una canalización de Dios.

 

-San Juan bautizó a Nuestro Señor.- dijo el  joven aprendiz.

 

-Si, y precisamente el bautismo marcó el inicio de Su Magisterio.

Llegado este punto el maestro se quedó pensativo, bajo la mirada impaciente del aprendiz.

 

-Cuando llegue tu momento, si has asimilado los conocimientos necesarios, has meditado lo suficiente sobre ellos, y es este tu deseo, serás iniciado en los secretos.

 

         El Aprendiz asintió, contento al ver contestada por fin su pregunta.

 

-Entonces la dualidad también se manifestó en la persona de Nuestro Señor Jesucristo.-

 

-También, es la Ley del Altísimo, nada ni nadie se sustrae de ella. El Espíritu se ha de unir a la materia para crear vida, y esto como dices ocurrió también con nuestro Señor... - El maestro dirigió al niño una mirada profunda. –Él también creó vida... en la persona de María Magdalena, insuflando el Espíritu a la materia.-

 

El aprendiz se quedó extrañado, pensando tal vez que eso no se correspondía con las enseñanzas de las Sagradas Escrituras. El maestro no le dio tiempo a recapacitar y continuó hablando.

 

-Ya en la antigüedad, el sabio rey Salomón, siervo de Dios y antepasado de Nuestro Señor, hizo construir a la entrada de su Templo dos columnas, Jachim y Boaz, una era maciza, con su solidez representaba a la  materia primordial, la otra estaba hueca y contenía las Sagradas Escrituras, representaba el Espíritu. Ambas sustentaban el  Templo que representaba el Universo...


El joven parecía haberse perdido en algún lugar de la explicación, y miraba desorientado al Magister, que viendo que tal vez iba demasiado deprisa, recapacitó:

 

-Lo que intento que comprendas es que debes aprender a leer los símbolos, no solo los que tallamos en los templos, sino los símbolos que el Padre Eterno, en su sabiduría infinita ha dispuesto por doquier, lo que te rodea forma parte de un Todo Único, todo tiene una misma naturaleza, y todo te habla de la  obra de Dios...

 

-Pero. – le objetó el joven desconcertado- eso no es lo que dicen las Sagradas Escrituras...

 

-Las Sagradas Escrituras han sido objeto de manipulación interesada por parte de los miembros de la Iglesia, quienes han falseado las enseñanzas de los primeros cristianos; cada Concilio, cada traducción...

 

-¿Entonces?.- el desconcierto del niño iba en aumento, había aprendido  a leer  con las Sagradas Escrituras, y ahora sentía que le arrebataban un pasado recién adquirido.

 

-¿No lo entiendes?. Ese es el motivo de que transmitamos nuestra sabiduría mediante símbolos grabados en la piedra, la piedra es inmutable. Los Iniciados hemos sido condenados a vivir escondidos, ocultando nuestra verdadera naturaleza. Es una dura prueba la que te pido. Deberás dedicar tu vida, en cuerpo y alma seguir el Camino hasta que llegue el día de tu Iniciación, el día en que recibirás en tu seno el Agua Divina, el Agua Viva, esa que nuestro hermano el alquimista intenta destilar en su matraz, pero que los verdaderos Iniciadores, los descendientes de  Nuestro Señor, la estirpe del Grial son capaces de destilar sin más artes que sus manos. Aun entonces el Camino no habrá hecho más que empezar, como ya te he  dicho son muchos los llamados pero pocos los Elegidos; una vez recibida la Esencia del Padre Eterno, deberás transmutar tu propia naturaleza a lo largo de una vida de austeridad, meditación y oraciones, ¿entiendes lo que te digo?,  ¿ estás dispuesto a tamaño sacrificio?.-

 

A la pregunta del maestro le siguió un breve silencio, durante el cual la pregunta permaneció en suspenso entre ambos. Luego habló el aprendiz con convicción:

 

-Si no lo hiciera así, maestro, no sería digno de ser discípulo vuestro.

 

-Entonces, hijo mío, sólo queda esperar el día en que heredes mi manto blanco de Templario.



Epílogo:

 

         El Maestro preparó su ingreso en la Orden de Montesa, donde hizo su particular noviciado hasta que fue nombrado Caballero. Trasladó su hogar a la celda de su mentor, en la Iglesia del Temple. Entre sus muros conoció a otros Caballeros Templarios, todos ancianos, algunos más guerreros que monjes, otros más monjes que guerreros,  que languidecían entre los muros de sus celdas, rememorando días de esplendor en los que batían el acero de sus espadas contra el enemigo mientras cantaban alabanzas al Señor.

 

Tal vez fue entre los muros de la Iglesia donde cambió la naturaleza del joven aprendiz, tal vez fue entonces cuando cambió, como había cambiado de niño aprendiz a joven aprendiz, de joven aprendiz a joven maestro, depositario y a la vez transmisor de los secretos a través de los símbolos, Iniciado en la Gnosis, en el Conocimiento.

 

Tal vez fue la sabiduría del Maestro, o la del alquimista o ambas juntas, la meditación y la oración,  o la paciencia cultivada junto al atanor, esperando ver realizada la Obra, o los influjos del propio atanor,  o tal vez fueran las largas horas pasadas bajo las bóvedas góticas de la Catedral, las que tiraban de su alma hacia lo alto, hacia el cielo, expandiéndola; o tal vez fuera todo ello lo que hizo que, en ocasiones, cuando por la noche se sentaba junto al fuego en el refectorio, sus hermanos Caballeros, creyeran ver en torno a su cabeza, un tenue resplandor, una especie de aura dorada, como la que él mismo había visto  envolviendo a su maestro, como lo envolviera antaño su manto blanco inmaculado.

 

 

 

(*) Tratado de Alquimia (Mater Alchimia). R. Benito Vidal. Pg. 75 M.E Editores S.L 

 

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Miguel Matías Martínez Navarro

miguelmat@navegalia.com

Socio Templespaña nº 0024