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LA ABADÍA CISTERCIENSE DE BONAVAL
Arquitectura y simbolismo en estado puro
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Texto:
Fernando Arroyo
Fotografía:
Ramón López-Pintor
Diseño web:
Fernando Arroyo
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Apuntes históricos de aproximación


Alfonso VIII “el de Las Navas” (1155-1214), Rey de Castilla, hijo de Sancho III y Blanca de Navarra, sucedió a su padre en el trono cuando contaba tres años, lo cual originó disputas por su tutela entre los Castro y los Lara. Este hecho fue aprovechado por Fernando de León para reinar virtualmente en Castilla hasta que Alfonso se hizo cargo del gobierno en 1170, año en que contrajo matrimonio con Leonor, hija de Enrique II de Inglaterra.

 

Alfonso VIII hizo la guerra a Sancho IV de Navarra, arrebatándole La Rioja, pero si por algo destacó su reinado es por la definitiva derrota que infligió a los almohades en la famosa batalla de Las Navas de Tolosa, en el año de 1212. Esta batalla, en la que formando parte de las tropas cristianas participaron contingentes de caballeros de las órdenes militares, supuso la entrada de los cristianos en el corazón de Al-Andalus y la posterior conquista de todo el valle del Guadalquivir.

 

Las adhesiones a sus campañas que este monarca recibió de las distintas órdenes militares hispanas tal vez se deba a su carácter benefactor para con ellas, pues existen documentadas varias donaciones, como la del castillo de Cogolludo, en la actual provincia de Guadalajara, a la Orden de Calatrava en febrero de 1177.

Otro detalle a tener en cuenta es que al Señorío de Uceda, conquistado por Alfonso VIII en 1085, perteneció la cercana localidad de Torrelaguna, en la actual provincia de Madrid, donde encontramos la iglesia parroquial bajo la advocación de santa María Magdalena y los restos graníticos de una antigua ermita visigótica, Nuestra Señora de la Piedad, que perteneciera al Temple. Esta ermita es sobre todo destacable por haber sido enterrada en ella santa María de la Cabeza, esposa de san Isidro Labrador, tradicionalmente conocidos por “santos templarios”.

 

Un entorno fantástico


En la vasta región conocida como “la Transierra”, situada entre el Sistema Central y el río Tajo, han quedado algunas huellas templarias muy importantes. Pero más todavía hay huellas que nos sumergen en el enigma histórico de asentamientos cuyo origen es hoy desconocido. Templos, castillos, encomiendas y posesiones que sugieren la presencia de caballeros del Temple, y en los que sólo queda como testimonio la silenciosa didaxis de las piedras talladas. Nada que sea suficiente para constatar, aunque sí para evocar...

(Hacer clic en imágenes)

 

Como evocadoras son la ruinas de la abadía cisterciense de Bonaval, enclavadas en un valle a escasamente dos kilómetros y medio del pueblo de Retiendas, cuya calle Mayor nos ofrece edificios típicos de la arquitectura serrana y en el que destaca la pequeña iglesia encaramada en lo alto del abigarrado caserío. En el interior de esta iglesia se conserva una imagen de la Virgen de la Paloma, del siglo XV, tallada en alabastro y procedente del antiguo monasterio de Santa María de Bonaval. Señalar también que en Retiendas se celebra, el domingo más cercano al 2 de febrero, la Botarga de la Fiesta de la Candelaria, declarada de interés turístico. Cabe también destacar en la zona el pantano de El Vado, situado entre Retiendas, Tamajón y Campillo de Ranas, bajo cuyas aguas está sepultado un antiguo pueblo de los conocidos por estos lares como pueblos negros o de arquitectura negra. Y, cómo no, las pequeñas aldeas de Matallana, otro pueblo negro abandonado aunque habitado hoy por esos modernos colonos llamados ocupas; o el de La Vereda, un lugar de ensueño en que las calles naturales de roca erosionada por el paso del tiempo y de las gentes crean formas increíbles, y en el que las casas están situadas alrededor de la iglesia, conformando todo ello un fantástico conjunto construido de pizarra y por ende con todas las singularidades propias de la citada arquitectura negra. La iglesia es de una sola nave, tiene atrio y espadaña con un hueco para la campana, y a su alrededor contemplamos casas con elementos de madera en balcones, barandillas, ventanas y galerías porticadas. En algunas de estas casas, con cubiertas de enorme belleza, destacan las típicas chimeneas y, en la parte posterior, los encantadores hornos adosados al muro exterior, y corrales, y patios y habitáculos para guardar la leña y los aperos de labranza... Incluso puede observarse, aquí y allá, el ganado disperso que duerme en los antiguos establos.

 

Volviendo a la vega del Alto Jarama, donde se enclava el monasterio rodeado de arboledas y bellos paisajes y perdido entre los gastados pliegues de la Sierra Norte, apreciaremos que el valle está excavado en la meseta y circundado por altos farallones de pizarra y piedra caliza.

 

Todo este entorno es el reino del buitre, del azor y del águila culebrera, del alcotán, del cernícalo y de la paloma torcaz, y también del roble, las encinas, los abedules, los álamos, los sauces y los chopos, y de los helechos, y los rosales silvestres y la hiedra que abraza los troncos; un reino animal y vegetal que lleva sin alterarse desde los tiempos en que el hombre aún no había hecho acto de presencia en estas tierras.

 

Hoy, lamentablemente, esa presencia a menudo impía se manifiesta en forma de escandalosos vertidos de basuras esparcidos a lo largo de la senda por la que transitamos camino de Bonaval.

 

El monasterio de Bonaval, uno de los primeros asentamientos cistercienses de España


 

La senda, una pista forestal de cantos rodados que partiendo del hermoso puente de piedra nos conduce de Retiendas a las ruinas del monasterio, atraviesa un umbrío y frondoso bosque atravesado a duras penas por los rayos de sol.

 

Al llegar al claro donde, como un espejismo ensoñador de épocas pretéritas aparece ante nuestra vista Bonaval, la primera impresión que uno se lleva es que el tiempo se ha detenido... Una paz y quietud extraña para el hombre llegado de ese febril pandemónium que algunos llaman "civilización" envuelve el mágico enclave. En un principio, ni el canto de los pájaros ni el susurro del viento se escuchan en aquel santuario de silencio.

 

No hay impresión más descriptiva del encuentro con Bonaval que la que hace el investigador Juan Ignacio Cuesta Millán:

 

“De repente, sorpresivamente, nos encontramos con las ruinas del monasterio de Bonaval, emergiendo de la tierra como un elemento indispensable del paisaje, abrigado por hiedras que trepan sus muros como un sudario verde por el que corren hacia el suelo las gotas del rocío mañanero.”

 

Este paraje, situado en un acogedor y boscoso valle a orillas del río Jarama, cerca de su nacimiento, al sur del Pico Ocejón y al norte de la villa de Uceda, del que Alfredo Merino dice que “muestra el encanto de esos elegidos lugares donde se elevan bucólicos monumentos que nos envían directamente al pasado”, fue escogido para la erección de monasterio obedeciendo a los mandatos de la comunidad cisterciense, que buscaba siempre alejarse de los núcleos de población y, al mismo tiempo, una austeridad que evitara cualquier manifestación externa de riqueza. Sin duda, con el establecimiento en Bonaval, aquellos que fueron unos monjes rebeldes, como los califica Isidro Bango Torviso, observaban la tradición que iniciara con su reforma Ricardo de Molesme en 1098; reforma que supuso el abandono a una vida monacal regalada por las carencias, las incertidumbres y la falta de comodidades del bosque de Cister. Siguiendo esta tradición o mandato, aquellos que sintiendo un desinterés por el mundo material observaron estrictamente la regla de San Benito fueron también conocidos como pobres de Cristo, y fue tal la admiración que causó la austeridad en que vivían y su manera de entender la vida monástica, que muchos señores de la época facilitaron las fundaciones de sus monasterios para ser enterrados entre aquellos monjes que llevaban una vida de santidad. 

 

Tal es el caso del cenobio cisterciense de Bonaval, erigido en el siglo XII bajo los auspicios del rey Alfonso VIII de Castilla, el vencedor de Las Navas de Tolosa. La fundación data de 1164, siendo sus primeros ocupantes los monjes de Santa María de Valbuena, monasterio sito en la actual provincia de Valladolid. Por esta razón Bonaval, junto con los cenobios de Rioseco y San Andrés de Valvení, fue filial del monasterio bernardo de Santa María de Valbuena, fundado sólo unos años antes, entre 1143 y 1148, por doña Estefanía de Armengol, hija del Conde de Urgel.

 

Las condiciones que puso Alfonso VIII a la orden de los monjes blancos es que lo habitasen velut precarium (de prestado) y que cumplieran allí la doble misión que en la estrategia político-militar de los reyes castellanos tenían estos monasterios medievales: repoblar su entorno y servir de barrera en caso de una nueva invasión sarracena.

 

La confirmación data de 1175, lo que conocemos a través de escritura fechada en una de las más antiguas e importantes abadías cistercienses españolas: Fitero, en el antiguo reino de Navarra. A través de esta carta “de fundación” sabemos que Alfonso VIII, junto con su esposa doña Leonor, hace merced al abad don Nuño y monjes de la orden cisterciense del monasterio de Santa María de Bonaval, en el que desde algunos años antes habitaban, para que lo poseyeran perpetuamente, “desde la Yglesia de Arretiendas (Retiendas), directamente asta el Molino del lugar de Tamajón situado en la Sierra, y por la otra parte desde la misma Yglesia, en derechura hasta el camino de Guadalaxara, como corrían las aguas en el término de la villa de Uzeda, y a la otra parte desde el Valle de Sotos (Valdesotos), hasta la sierra de Elvira, y de dicho valle a la Serranía, transitando más allá de ella, hasta el valle de Muratel (Muriel, en el Sorbe), dándoles todas las tierras, heredades, labradas y por labrar, aguas, prados, pastos, haciendas, rentas y demás derechos que se incluyen en los referidos términos”.

 

Desde el principio, la extensión de las posesiones de Bonaval fue ya grande, pues también les hizo entrega del lugar de Carranque con todas sus pertenencias, de varias viñas con huerto en Uceda y de otra tierra "contigua a la de Fernando Martínez".

 

Con el tiempo las posesiones se incrementaron y el coto llegó a conocer épocas de notable esplendor, siendo citado en el Libro de la Montería.

 

La realeza fue benefactora con los monjes, pues de Alfonso IX recibió en 1224 una nueva heredad en Alcazariella; Alfonso X, junto con su esposa Violante, confirmó todos los privilegios y donaciones de sus antepasados; Enrique I les eximió en 1216 de pagar portazgo o pasaje, lo que hará también Fernando III en 1218, el cual llegó incluso a acoger bajo su protección a monasterio, abad y monjes, así como a sus renteros, pastores y ganados, a los que dio permiso para que pudieran pastar en cualquier parte de su reino y pasasen todos los puertos y caminos sin pagar tasas. Todo sería nuevamente confirmado en 1417 por Juan II.

 

Pero no sólo la realeza se mostró generosa con los monjes de Bonaval, sino que muchos particulares, llegado el momento de salvar su alma, les legaban en su testamento toda clase de bienes y tierras. Por ejemplo, en 1228 tenemos que don García de Alfariela donaba a Bonaval “todo quanto y avíe en Sotojo, casas y viñas y heredades, y huertos y molinos, assí como don García lo avíe con sus entradas y con sus salidas”. Esta donación fue confirmada en el mismo año por el “Concilio de Hita”.

 

El historiador y Cronista Provincial de Guadalajara, Antonio Herrera Casado, refiere en su obra Monasterios medievales de Guadalajara (AACHE Ediciones, Guadalajara, 1997):

 

“La vida de esta abadía continuó en su tono discreto, metódico y feliz, ocupada en construir su templo, claustro y viviendas, administrar sus posesiones, y servir de ejemplo, unas veces bueno, otras no tanto, a las sencillas gentes de la región, agria y difícil, de la serranía de Tamajón. Tuvieron, como es lógico, sus pleitos y discusiones, muy especialmente con el Concejo de Uceda, a propósito de ciertas heredades en aquel término. En 1459 se hizo la reconciliación de unos y otros, siendo abad don Diego.
Llegada la hora de las reformas y primeros ajustes de la Orden, Bonaval vio reconocida su poca importancia, al perder su carácter de abadía, ser incorporada a la Congregación Cisterciense de Castilla, y quedar sujeta, en forma de priorato, a la jurisdicción de los bernardos de Monte Sión, en Toledo. Poco a poco fue adquiriendo el carácter sumiso y humilde de "residencia para ancianos" de la orden cisterciense, en donde se preparaban a bien morir, al tiempo que descansaban de su más o menos ajetreada vida, los más veteranos monjes blancos de Castilla. Su clima y su tranquilidad fueron alabados incluso por los historiadores de otras órdenes religiosas.

 

Bonaval, sobria muestra de la arquitectura cisterciense


La construcción es una de las más emblemáticas muestras de arquitectura cisterciense, inspirada por san Bernardo de Claraval, aquel que junto con el hebraísta Esteban Harding, abad de Citeaux, se dice inspiró también la regla de la Orden del Temple.

 

La parte de Bonaval que nos ha llegado data del siglo XIII, aunque aún se conserva bastante bien el primer recinto que se construyó para realizar los ritos religiosos: una estancia con bóveda de medio punto, anterior al propio monasterio.

 

El convento es una construcción de piedra caliza blanquecina, de reducidas dimensiones, de planta rectangular, con tres naves y solamente dos tramos en cada una de ellas. Cuenta con elementos románicos y del pre-gótico cisterciense de gran pureza en la líneas y riqueza en la ornamentación de los magníficos capiteles foliáceos de los que parten las arquivoltas molduradas. La característica clásica de los monasterios masculinos cistercienses se aprecia fundamentalmente en su cabecera de triple ábside, cuyo objeto era el de poder celebrar al menos tres misas al mismo tiempo, una en cada uno de los altares de dicha cabecera. Se conserva también la torre de planta poligonal y la puerta cisterciense sobre la que se alza, grandioso, un ventanal ajimezado que en funciones de rosetón iluminaba el primer tramo del templo. Parte de este primer tramo, con valor de crucero, también se ha conservado, así como de la portada meridional, que al igual que la principal es de arco apuntado, muy abocinada, teniendo su hueco por escolta cuatro columnas a cada lado, coronadas de capiteles de decoración vegetal, de los que lamentablemente algunos ya faltan.  Todo el conjunto posee cierto carácter militar, recuerdo, quizá, de la estrecha relación mantenida entre el Cister y algunas de las más importantes órdenes de freires guerreros de la Edad Media, como son el Temple, Calatrava o Alcántara.

 

De la antigua abadía sólo quedan restos de su iglesia monacal y, afortunadamente, todavía resiste en pie parte de la techumbre abovedada del convento, en la que aún se aprecian los altivos y bien trabajos arcos nervados, toda la cabecera con sus tres soberbios ábsides cubiertos, la nave meridional y los muros del resto del cenobio. Adosada al ábside del Evangelio se conserva la pequeña estancia abovedada que, como ya indicamos, corresponde a la primitiva sacristía o, a decir de Cuesta Millán, a una capilla "donde se rendía culto a un Cristo de madera que actualmente está en Retiendas". El citado ábside del Evangelio, así como el central, se iluminan a través de esbeltos ventanales apuntados y estrechos, formados al exterior por columnillas, pequeños capiteles, arquivoltas muy finas y decorados con chambranas de puntas de diamante. La planta del ábside mayor es cuadrada en su presbiterio y poligonal de tres lados en su remate. Los ábsides laterales son de planta rectangular y todos se comunican entre sí por puertas abiertas en el espesor de los muros.

 

En realidad, en toda la soberbia fábrica que nos ha llegado se puede apreciar la estética cisterciense, a pesar de que parte del templo se hundió en el siglo XVII.

 

Intramuros de la decrépita pero aún robusta construcción, la ruina y el desorden hacen complicado imaginar cómo debió ser la vida de las pías almas que allí habitaron, aunque ello no impide darse cuenta del uso que tuvieron algunas de las dependencias conventuales hoy invadidas de hiedras, zarzas y enredaderas que socavan los sillares y cimientos del olvidado cenobio y, como no, de esas omnipresentes “huellas” humanas modernas en forma de desperdicios de toda clase.

 

Diversas oquedades en las paredes nos descubren lo que fue un horno, así como los diferentes mostradores y el antiguo refectorio. También apreciamos la dependencia donde debió situarse la biblioteca, totalmente desaparecida, y que sin duda albergó libros y documentos impagables.

 

En la parte opuesta observamos el lugar antaño destinado a las austeras celdas de los religiosos, y el antiguo claustro. Todo ello hoy no es más que un impracticable corredor a cielo abierto e invadido de maleza.

 

Hasta los bordes de los muros y las bóvedas que quedan puede subirse a través de angosta y empinada escalera de caracol existente en el interior de la torre adosada al muro meridional. La subida no está exenta de cierto peligro, pero sin duda merece la pena la contemplación de Bonaval, las ruinas y el exuberante paisaje circundante desde aquel alto mirador.

 

Hoy, en vez de escucharse oraciones y salmos entre los muros de Bonaval, pueden leerse en derredor de ellos las incultas inscripciones modernas que los mancillan. Hoy, como apesadumbrado dice el especialista en historia de la Alcarria, de los judíos y del monasterio de Sopetrán, Jesús Carrasco Vázquez, “el decrépito asentamiento glosa el abandono de la Historia y la cultura, un mal secular y al parecer irremediable de nuestro país. Las autoridades responsables han dado la espalda a tan histórico enclave y no parece que la situación vaya a remediarse”.

 

Cuando menos, el dulce perfume desprendido de una enorme higuera que preside el atrio nos hace olvidar por un momento el hedor de ciertas inmundicias esparcidas por doquier.

 

Como curiosidad, indicar que aún puede observarse en el entorno del monasterio una canalización que conducía las aguas del cercano arroyo a un batán, construcción destinada a lavar las ropas de los monjes mediante la técnica del golpeo constante.

 

Elementos simbólicos: ¿La huella del Temple?


Si la visita a las dependencias conventuales produce el mismo grado de emoción que de pesadumbre e indignación ante el lamentable estado en que se encuentran, en el descubrimiento del escaso pero sorprendente simbolismo exterior la intensidad emotiva nos abstrae de cualquier otra consideración.

 

En el interior tuvimos la oportunidad de centrar nuestra atención en los ricos motivos vegetales primorosamente tallados en los frisos y capiteles, que, propios de la primera mitad del siglo XIII, constatan iconográficamente la filiación cisterciense de la construcción. Como también nos constató la filiación cisterciense la soberbia portada, compuesta por el cuadrado o cuaternario, el triángulo curvilíneo u ojival y el círculo de la totalidad, elementos geométricos que expresan los tres "estados": material, ascensional y espiritual.

 

En el exterior, unos signos cuya funcionalidad es estrictamente simbólica y operativa parecen querer revelarnos la impronta de otras  influencias. Signos que se repiten en otras construcciones enclavadas en los caminos que por estas tierras transitaban los monjes-soldado del Temple: Campisábalos, Atienza, Uceda, Villacadima, Brihuega, etc... Son las "marcas de cantero" inscritas en los sillares y dinteles (12 en total en Bonaval, a decir del experto en gliptografías Cuesta Millán). Las marcas de aquellas enigmáticas cofradías de constructores que tanto influyeron en el "románico rural" y que comenzaron a aparecer por la región a partir de 1123, cuando Bernardo de Agen, obispo guerrero, arrebató la templaria Sigüenza a los árabes. Con él llegaron estos reservados "talladores de la piedra" (en su mayoría aquitanos) que poseían ancestrales conocimientos de arquitectura, heredados de quienes erigieron el Templo de Salomón.

Nosotros hemos podido observar algunas clásicas marcas de cantería en los restos de la antigua iglesia conventual de Bonaval, en los muros del propio cenobio, y también en alguno de los sillares que, medio ocultos entre la vegetación, se hallan hoy esparcidos por los alrededores de las ruinas. Tal es el caso de una primorosa letra Alfa profundamente insculpida en una piedra arrojada a un lado del camino frente al muro principal. Reflexionando sobre la casualidad o causalidad de aquel hallazgo, no pude evitar asociar aquella "A" perdida con el simbolismo del "Abandono", pues precisamente el sentimiento de abandono o extravío, lo que ese sentimiento de sentirse abandonado del "dios en uno mismo" simboliza, se corresponde al mismo aspecto que el del "objeto perdido". Para Jung, ambos aspectos son paralelos al de la muerte y la resurrección. Es por ello que aquella "A" inscrita en la piedra perdida entre las ruinas de Bonaval me recordaron que, aun cuando aquel lugar está hoy muerto, los símbolos inscritos en lo que aún queda en pie de la construcción pueden proyectar en nosotros el componente eterno del espíritu. Bonaval posee, como pocos lugares, la facultad de resucitar en el corazón de las almas peregrinas que lo contemplan... La letra griega Alfa es el compás, atributo del Gran Arquitecto del Universo o Dios Creador, es el Principio de todas las cosas. Por eso supimos que aquel encuentro con Bonaval era también un principio...

Entre los signos de cantería que logramos identificar se encuentran la cruz de San Andrés, también llamada enlazada o cruz de los Romanos, poseedora de gran valor simbólico en tanto que representa el Cuaternario espiritual activo, de significativa importancia también en Alquimia y en la Masonería. En otra piedra observamos dos elementos triangulares unidos en su vértice y de significación trascendente. Este símbolo se utiliza como esquematización del reloj de arena (duración de una hora), quizá en recuerdo de su origen, dado que con esa forma se representa la runa Dag (día). Para reforzar esta significación, aparece también justo debajo de uno de los dos relojes de sol del monasterio la esquematización del reloj de arena (de media hora de duración en este caso). Los árabes utilizaron este símbolo de los dos triángulos unidos en su vértice como talismán de clara influencia mística, donde la parte superior representa el Triángulo acuoso de la amabilidad, la sabiduría y la nobleza mientras que la parte inferior corresponde al Triángulo ígneo de la ira divina. Otro conjunto simbólico curioso lo hallamos en una piedra con una profunda horqueta insculpida junto a lo que parece una especie de crismón (emblema iniciático del nombre de Cristo). Quizá, el signo al que aludimos fue sacado de la figura-madre del Crismón y otorgado por el Maestro cantero a algún oficial, tal como era habitual en los procesos de aprendizaje e iniciación de las logias o cofradías de constructores. En cualquier caso, no deja de resultar significativo que este crismón aparezca junto a la horqueta, símbolo medieval de la Trinidad, pero anteriormente emblema pitagórico representativo del curso de la vida en su forma de senda ascendente que se bifurca en dos direcciones: una hacia el bien y otra hacia el mal. La horqueta, en su ulterior apreciación, es el espíritu expectante: el Hombre que contempla el Universo Superior con brazos tendidos hacia lo Alto; mas en este caso el símbolo aparece ligeramente invertido, por lo que podría hacer referencia al principio de salvación que desciende desde las alturas para esparcirse sobre el mundo, al Espíritu Santo descendiendo sobre Cristo en las aguas del río Jordán... En otras piedras se observan algunos signos latinos en que sobresale la belleza de su trazado y la simplicidad de sus formas, llamándonos especialmente la atención una piedra tallada con formas que semejan los dientes de una sierra. Lo curioso de esta piedra es que claramente no procede del sitio en que está colocada... Pensamos que quizá aludiese al signo de Acuario, el portador del agua, en tanto se halla en la fachada posterior y por ende encarado hacia el río, si bien no hay que olvidar tampoco que este signo representa la consagración y, entre otras cosas, contiene todos sus ritos y misterios. Vázquez Alonso sostiene que: "Quizá por todo esto, las primeras pilas bautismales cristianas fueran un residuo de esta religión Astral representada, en este caso, por el signo de Acuario", de lo que se comprende que en la Alquimia medieval una representación parecida simbolice el alcanfor o recipiente utilizado para la operación de la Gran Obra.

A destacar también los labrados canecillos de la portada, ya muy deteriorados y desgastados, que dejan adivinar formas y figuras de profunda significación simbólica. Especial atención nos merece el solitario canecillo que, situado sobre la puerta cisterciense, sugiere una cabeza "in figuram baffometi"

 

Como ya explicamos, Alfonso VIII cedió el monasterio a los monjes del Cister para que sirviera como puesto de vigilancia ante posibles nuevas incursiones agarenas y para repoblar el entorno. Evidentemente, esta cesión también sirvió para proporcionar a los monjes blancos un lugar tranquilo, alejado de las rutas principales, donde poder cultivar la tierra y dedicarse al estudio, la oración y la meditación.

 

Para Cuesta Millán, una de las pruebas de la influencia templaria en Bonaval es la existencia de tres columnas octogonales, pues el número 8 era fundamental en la concepción templaria de la arquitectura. De estas columnas partían los arcos que sujetaban las bóvedas, a las que como dijimos se asciende por la pétrea escalera de caracol del interior de la torre, octogonal. A decir del propio Cuesta, el enclave sirvió también de "base de apoyo a mitad de camino entre Torija y Albendiego, al pie de la sierra de Alto Rey, para que los monjes-soldados del Temple, pudieran descansar, efectuar sus reuniones capitulares y, aprovechándose de que es uno de estos lugares donde las energías potenciales de la naturaleza obran a favor del hombre, curar sus heridas tras las batallas."

 

Tanto desde el punto de vista histórico y arquitectónico, como desde el punto de vista de la cosmovisión de unos caballeros nacidos a la sombra de las Cruzadas, esta hipótesis no debe en modo alguno andar muy desencaminada. Como tampoco deben surgir "porque sí", en los territorios alcarreños, todas esas tradiciones ancestrales que nos hablan de templarios acogidos por sus hermanos del Cister tras la supresión de la Orden del Temple...

 

Pensemos, por un lado, que entre los asentamientos templarios perfectamente documentados de la "vieja Transierra" se hallarían los de Torija, Albendiego o el del santuario de Alto Rey (1.848 m.); y por otro, que no conocemos bien las rutas por las que transitaban los templarios, ni dónde guerreaban, ni dónde descansaban y realizaban sus ritos y capítulos... Sin embargo, sí que sabemos que los caballeros de los escalafones jerárquicos más altos fueron los encargados de mantener en secreto los usos y costumbres propios de una orden que era a la vez militar y espiritual, unos usos y costumbres basados no sólo en los conocimientos adquiridos en Tierra Santa, sino también en el propio crisol cultural de la Península Ibérica.

 

Militarmente y para la causa de la Cristiandad, por ejemplo, la Orden del Temple tuvo por aliados "de conveniencia" en más de una ocasión a colectivos como el reunido en torno a Hassan Ibn´Shabbah, el "Viejo de la Montaña". Esta secta islámica, que formaba una especie de caballería espiritual encastillada en su fortaleza de Alamut, el "Nido del Águila", eran ismaelitas -chiítas-, y por consiguiente acérrimos enemigos de los árabes sunitas. Y en los reinos de Hispania también se sabe de contactos con los cabalistas de las aljamas y los sufís de los ribats y las madrasas.

 

Cabe pensar que fueron en estas alianzas puntuales, contactos e intercambios donde algunos caballeros templarios tomaron conocimiento de doctrinas y ritos místicos ajenos a la ortodoxia católica, del mismo modo que otros sabios de Occidente, fundamentalmente alquimistas, cabalistas o maestros canteros, lo venían haciendo desde hacía siglos. Y como éstos, también en la la élite templaria tuvo que haber buscadores y sintetizadores de la Sophia Perennis, que no heréticos sincretistas.

 

Conociendo las tierras de "la Transierra castellana" no es difícil descubrir las huellas de estos Caballeros de Oriente y Occidente talladas en los pétreos archivos de sus construcciones.

 

En Bonaval, uno de los primeros elementos simbólicos operativos que nos encontramos es un soberbio reloj solar, ya sin su gnomon, que aparece en lo alto del muro principal, junto a la historiada ventana ojival que remata la puerta cisterciense. No muy lejos de él, en la pared de la torre que se eleva junto a la entrada principal, se conserva otro reloj solar más pequeño.

 

Pero si un elemento simbólico parece demostrarnos la inequívoca huella del Temple en Bonaval, ese es el "calvario" formado por tres cruces alzadas y patadas, grabado en una de las piedras de la pared posterior de la estancia abovedada adosada a la cabecera. Resulta especialmente significativo encontrar justamente aquí este símbolo, semioculto entre las zarzas, pues tradicionalmente ha sido utilizado con fines iniciáticos en los recintos que servían en el Medievo para celebrar los capítulos más privados y las ceremonias de admisión de nuevos miembros.

 

La decadencia

El monasterio de Bonaval, otrora pacífico lugar de retiro, dedicado al cultivo y elevación del espíritu, inició su decadencia, al igual que toda orden, a mediados del siglo XIII.

 

En 1495 dejó de ser abadía, convirtiéndose en hospital para monjes ancianos.

 

La exclaustración definitiva tuvo lugar en el siglo XIX, con la desamortización decretada durante el trienio liberal por Mendizábal, deteriorándose hasta su actual estado de ruina a partir de 1821 y tras haber sido vendido a un particular.

Sobre este periodo de decadencia, el cronista alcarreño Herrera Casado refiere:

En 1713, acabada la guerra de Sucesión con la victoria del Borbón Felipe, V de su nombre en España, le fue nuevamente reconocido a Bonaval su exención de pagos al Estado, confirmándole su posesión de territorios anejos, en Carranque, y en Uceda: todo para que continuasen, como desde hacía más de 500 años venían cumpliendo, con oraciones y ruegos a Dios por las personas reales.
Aunque no sufrió grandemente en la guerra de la Independencia, por haber sido aquel territorio poco castigado de la francesada, no pudo resistir, sin embargo, el embate del trienio liberal que en 1821 acabó con algunos venerables cenobios, entre ellos el de Bonaval. Los monjes se retiraron a su casa madre, en Toledo, y el edificio fue vendido a particulares, que no se preocuparon en absoluto de su conservación, viniendo a la ruina en que hoy le vemos.
Su archivo se dispersó en su mayoría; sus libros, sus joyas, sus pertenencias más diversas cayeron en manos (por no decir garras) de anticuarios y oportunistas, y solamente algunas piezas artísticas pasaron a la parroquia de Retiendas, donde hoy se veneran. Entre ellas contamos un Crucificado de toscas y populares maneras, y una deliciosa imagen gótica, sedente, tallada en alabastro, que tienen por milagrosa en el pueblo, y que representa un importante documento artístico del arte del siglo XV en sus finales. Nada más, si no son algunos capiteles repartidos por casas y en la fuente del pueblo, queda de Bonaval.”

En 1894 el pueblo de Retiendas se convirtió en el nuevo propietario, si bien, aunque lo visita bastante gente, nadie se preocupa de mantener sus románticas piedras en buen estado.

 

En verdad que resulta descorazonador comprobar como la desidia e irresponsabilidad de las administraciones que deben velar por la conservación de nuestro patrimonio histórico han permitido que el estado de ruina y el permanente deterioro se adueñen del incomparable enclave de Bonaval.

 

 

 

 

 

Bibliohemerografía

 

CIRLOT, J.E., Diccionario de Símbolos, Labor, Barcelona, 1991.

CARRASCO VÁZQUEZ, J., ¡Salvemos Bonaval!, Alcarria.com, 30-VI-2002.

CUESTA MILLÁN, J. I., El monasterio de Bonaval, Enigmas Express nº 25, año III, Madrid, 2002.

DUBY, G., San Bernardo y el arte cisterciense, Taurus, Madrid, 1986

HERRERA CASADO, A., Monasterios medievales de Guadalajara, AACHE Ediciones, Guadalajara, 1997

MERINO, A., El monasterio de Bonaval, diario "El Mundo", Madrid, 18-IX-1998

VÁZQUEZ ALONSO, M. J., El Libro de los Signos, Ediciones 29, Sant Cugat del Vallés (Barcelona), 1980

VV.AA., Gran Historia de España (vol. VI), Club Internacional del Libro, Madrid, 1984