TEMPLESPAÑA

INTERPRETACIÓN SIMBÓLICA DEL MEDALLÓN CENTRAL DEL PARTELUZ DE LA PUERTA DEL JUICIO FINAL DE LA CATEDRAL DE NOTRE-DAME DE PARÍS

Textos:
Fernando Arroyo Durán
Fotografías:
Fernando Arroyo Durán, et al.

12 de marzo de 2017


«Dedicado al ingeniero constructor y alquimista Fulcanelli, por situar al adepto al pie de la escala, y al arquitecto restaurador y compagnon Viollet-le-Duc, por culminar la Gran Obra»



LECTURA ALQUÍMICA DE FULCANELLI: AL PIE DE LA ESCALA

En las cubiertas de las ediciones españolas de Índigo y Continente de la segunda obra de Fulcanelli Las moradas filosofales (Les demeures philosophales, 1930) [FIG. 2], aparece el medallón circular con una figura en bajorrelieve que se encuentra en el pedestal del parteluz del pórtico central de la catedral gótica de Notre-Dame de París (ss.XII-XIII), concretamente la misteriosa figura «femenina» sentada en un trono y sosteniendo una escala. Tanto el lugar del exterior de la catedral en que se encuentra esta figura, a la altura de los ojos del observador en la base del pilar con la figura de Cristo como Juez, [FIG. 3], como el hecho de que precisamente el pórtico central se llame «Puerta del Juicio Final», apuntan las primeras claves hermenéuticas para su interpretación simbólica.

Aunque la Catedral de Notre-Dame de París comenzó a construirse en el año 1163, cabe aclarar que en este caso estamos ante elementos escultóricos introducidos en las restauraciones y reconstrucciones del siglo XIX, llevadas a cabo por los arquitectos franceses Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc y Jean-Baptiste-Antoine Lassus, trabajos que se acometieron para reparar los saqueos, mutilaciones y destrozos causados en el templo durante la salvaje Revolución Francesa de 1792.



Fig. 2.- Cubierta del libro de Fulcanelli «Las moradas filosofales», de la editorial Índigo.

En 1842, Viollet-le-Duc y Lassus habían ganado el concurso de la obra de restauración completa de la catedral, que ejecutaron a lo largo de veintitrés años.

Viollet-le-Duc, un importante arquitecto del renacer gótico famoso por sus restauraciones interpretativas de edificios medievales, fue también arqueólogo, escritor y, entre otros cargos, se desempeñó como inspector general del servicio diocesano en Francia en 1853. Desde muy joven se interesó por la arquitectura de la Edad Media, rechazando deliberadamente ingresar en la Escuela de Bellas Artes de París —de la que, sin embargo, llegaría a ser profesor de Historia del Arte y Estética en 1863— para formarse en estudios de arquitectos y recorriendo Francia e Italia con un bloc de notas en mano. Tan profundo conocimiento del arte medieval alcanzó, que muchos le consideran un gran arquitecto gótico nacido fuera de tiempo. Además de arquitecto restaurador de Notre-Dame de París, lo fue de las catedrales de Amiens, Clermont y Reims, entre otras grandes edificaciones.

Por su parte, Lassus, uno de los primeros expertos en la restauración o reconstrucción de la arquitectura medieval, consideraba la arquitectura gótica temprana como la verdadera tradición francesa y cristiana. Se opuso a los estilos clásicos grecorromanos promovidos por el academicismo, simultaneando su condición de arquitecto restaurador responsable de numerosos e importantes monumentos con las investigaciones arqueológicas, siendo el primer arquitecto en aplicar a los edificios de la Edad Media los métodos de examen y del razonamiento arqueológico y en combinar el enfoque gráfico con el estudio de los textos antiguos. Además de las obras de la Sainte-Chapelle y Notre-Dame de París en las que trabajó con Viollet-le-Duc —al que transmitió una gran parte de sus conocimientos—, fue el máximo responsable en las de Saint-Séverin y Saint-Germain-l'Auxerrois, también en la capital francesa, así como en las catedrales de Chartres y Le Mans y en numerosos edificios bretones.

En Notre-Dame, Viollet-le-Duc y Lassus sustituyeron la antigua escultura dañada con obras nuevas, trasladando a menudo algunas piezas originales a museos. Es importante este detalle, pues si bien la catedral es gótica y la restauración respeta dicho estilo, la iconografía que analizamos no deja de ser un añadido del siglo XIX cuyo fondo de inspiración artística y simbológica trasciende a las fuentes doctrinales y la cosmovisión estrictamente medievales.

 


Fig. 3.- Parteluz de la Puerta del Juicio Final de la Catedral de Notre-Dame de París. El medallón central del pedestal está a la altura de la vista.

La proyección de todo el friso inferior de la Puerta del Juicio Final de Notre-Dame de París, incluido el parteluz, fue obra de Viollet-le-Duc, pudiendo no ser casualidad que Fulcanelli incluyera en su obra El misterio de las catedrales (Le mystère des cathédrales, 1922) una serie de claves alusivas al «jeroglífico» realizado por el visionario arquitecto en dicho parteluz, pues es más que probable que ambos se conocieran personalmente...

Entre las diversas hipótesis acerca de la identidad del misterioso Fulcanelli, una reciente y bien documentada es la del alquimista portugués Fulgrosse (Walter Grosse), que reconstruye, pieza por pieza, el rompecabezas Fulcanelli y señala de forma bastante convincente al ingeniero constructor francés Paul Decoeur. (Cfr. Le Puzzle Fulcanelli, Éditions La Pierre Philosophale, Hyères, 2011).

Por su parte, el alquimista belga Filostène, autor de Fulcanelli exhumé (La Pierre Philosophale, 2011), valida la revelación del Fulgrosse con sus propias fuentes. El nombre de Paul Decoeur, alquimista operativo que según Filostène logró la transmutación en 1909, está en cualquier caso en el origen de la aventura Fulcanelli. Paul Decoeur, cuyo seudónimo «Vulcain Solaire» (Volcán Solar) está muy cerca de «Fulcanelli» (Volcán, Fuego del Sol o Herrero del Sol), es sabido que formó parte de un cenáculo constituido, entre otros, por Pierre Dujols, Julien Champagne y Eugène Canseliet, este último famoso por haber sido el único discípulo de Fulcanelli. En el primer «Coloquio Fulcanelli» organizado en mayo de 2011 cerca de Toulon, en el departamento de Var, Francia, Filostène mostró dos documentos inéditos, incluyendo la famosa carta de Pierre Dujols dirigida a Paul Decoeur donde menciona al nuevo adepto de su amigo. Este adepto lo fue también durante algunos años de su maestro común, el bretón Pierre-Aristide Monnier (1824-1899) , personaje ignorado por los historiadores del ocultismo y de la alquimia que, bajo el seudónimo «M.A. de Nantes» (las iniciales «M.A.» corresponden a «Maître Aristide»), publicó el tratado doctrinal y operativo alquímico Clef des œuvre de Saint Jean et de Michel de Nostredame (impr. Mazeau Angers, Lachèse, 1872), obra que combina el hermetismo y las visiones proféticas de Nostradamus. En febrero de 2012, la librería La Table d'Hermès, de Toulon, y la editorial La Pierre Philosophale, de Hyères, publican las Actes du colloque Fulcanelli con el texto y las ilustraciones de los ponentes del coloquio, y en agosto de 2012 Filostène publica su segundo libro, De Vulcain Solaire à Fulcanelli (La Pierre Philosophale, 2012), donde se revela una segunda carta de Pierre Dujols, fechada en 1906, que proporciona nuevos datos muy importantes.

Huérfano de padre, Paul Decoeur tenía por tutor a un viejo amigo y vecino de la familia, el ingeniero civil Jacques-Antoine-Charles Bresse, colaborador del constructor Gustave Eiffel que se codeaba con el arquitecto Viollet-le-Duc.

Decoeur ingresó en la Escuela Politécnica de París en noviembre de 1859. Hizo el examen para el rango de sargento y fue promovido alumno de la Escuela de Caminos y Puentes (ENPC) en noviembre de 1861. Durante el sitio de París en 1870, participó en la defensa de la capital, probablemente como capitán en el segundo batallón de la Legión Auxiliar de Ingeniería de la Guardia Nacional del Sena, bajo el mando del teniente coronel Viollet-le-Duc, ya que no era indiferente a la política de su tiempo.

Curiosamente, según Eugène Canseliet su maestro Fulcanelli era un antiguo alumno de la Escuela Politécnica que durante la guerra Franco-Prusiana tomó parte en la defensa de París bajo el mando del teniente coronel Viollet-le-Duc, lo que significa que Fulcanelli era uno de los dieciséis ingenieros de Caminos y Puentes (Cuerpo de PC) nacido en 1839, año en que precisamente nació Paul Decoeur, al que Canseliet menciona haber conocido en París, en la calle Marsella, en 1915.

Sea cual fuere la verdadera identidad de Fulcanelli, no tiene mayor relevancia en el caso que nos ocupa que el de las implicaciones relativas a la relación del alquimista con Viollet-le-Duc, que tal vez habría sido más estrecha de lo que ya de por sí se apunta en diversas fuentes.

La relación de Viollet-le-Duc con una hermandad iniciática tradicional como el Compañerazgo (Compagnonnage) —sociedad presente en Francia y en Europa durante al menos ocho siglos, continuación de un método de enseñanza técnica y filosófica cuyo principio se remonta a los orígenes de los oficios—, queda de manifiesto en la nueva aguja o flecha —chapitel estrecho y puntiagudo— proyectada por él y construida sobre el cruce del transepto por el carpintero Auguste Bellu, así como en la placa conmemorativa colocada en la base del pilar central, en la que aparecen símbolos del Compañerazgo (semejantes a los masónicos) y la inscripción: «CETTE FLECHE A ETE FAITE EN L'AN 1859 M VIOLLET LE DVC ETANT ARCHITECTE DE LA CATHEDRALE PAR BELLU ENTREPRE CHARPENTE GEORGES ETANT GACHEUR DES COMPAGNONS CHARPENTIERS DU DEVOIR DE LIBERTE» [FIG. 4].

Rodeando la flecha, una serie de estatuas de bronce representan a los apóstoles, incluyendo a San Juan Evangelista representado como un águila, emblema tomado del tetramorfos según la visión descrita en el libro del Apocalipsis (4:1-9) [FIG. 5], sujetando un libro con una de sus garras, detalle simbólico que no es baladí, pues representa la clave hermenéutica con la que descifrar el jeroglífico realizado por Viollet-le-Duc, tal como se verá más adelante...


Fig. 4.- Placa conmemorativa del Compañerazgo en la base del pilar central.

Fig. 5.- San Juan Evangelista como águila del tetramorfos con libro.

De todas las estatuas que rodean la flecha, sólo una está vuelta de espaldas [FIG. 6] y fija su mirada en la soberbia estructura. Se trata de Viollet-le-Duc en el papel de Santo Tomás —la regla del Compañerazgo que porta en su mano derecha con el nombre del arquitecto así lo evidencia—, que está «admirando» su soberbia obra de arte [FIG. 7]. Vestido al estilo de la Edad Media (expresando su espíritu medieval), una fíbula o corchete cierra los pliegues de su túnica. Su brazo izquierdo en ángulo lleva la mano a la frente, haciendo el saludo del Compañerazgo. La regla de medición que porta en su mano derecha tiene dos inscripciones; en la parte anterior; «eVg eMman VIoLLet Le DvC arC aedificavit» (Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc ha erigido esta flecha), y en la parte posterior: «NON:AMPLIVS:DVBITO» (no hay duda).


Fig. 6.- Estatua de Viollet-le-Duc en el papel de Santo Tomás, vuelta de espaldas.

Fig. 7.- Estatua de Viollet-le-Duc vista de frente.

Sobre la razón por la que el arquitecto presta su imagen a Santo Tomás, se verá más adelante, pues nada tiene que ver con un gesto de vanidoso egocentrismo, como sostienen algunos con frivolidad y criterio absolutamente profano. Precisamente, en el mundo profano es donde se necesita constantemente alimentar el ego con todo tipo de distinciones y sensaciones que satisfagan la «vanitas vanitatum...», expresión que proviene del libro bíblico Eclesiastés (1:2) y viene a significar que el hombre se mueve sólo por vanidad, olvidando que es un ser mortal y finito, y que Tempus fugit!... El ego, que es una de las principales debilidades psicológicas del ser humano, constantemente necesita ser reconocido por sus acciones y actividades, mientras que para un místico o para un verdadero iniciado, cuyas diferencias esenciales, según expone René Guénon, se corresponden respectivamente a la «vía húmeda» y la «vía seca» de los alquimistas (Formas tradicionales y ciclos cósmicos, Obelisco, 1984; pág. 79), es fundamental adelgazar el ego para alimentar el alma, y matarlo para realizar el espíritu...

Volviendo al hecho de que la figura del medallón sirva de portada a un libro de Fulcanelli, cabe añadir que la literatura alquímica de este autor de principios del siglo XX está dirigida a «adeptos» de la alquimia esotérica hermética, de ahí que muchos lectores que no lo son tiendan a entender de forma profana sus comentarios, considerando por ejemplo que la figura indicada representa literalmente una «alegoría de la Alquimia» por esta descripción que hace en El misterio de las catedrales:

«En el pilar central del gran pórtico del Juicio de la Catedral de París, aparece la Alquimia representada por una mujer cuya frente toca las nubes. Sentada en su trono, lleva un cetro —símbolo de soberanía— en la mano izquierda, mientras sostiene dos libros con la derecha, uno cerrado (esoterismo) y el otro abierto (exoterismo). Entre sus rodillas y apoyada sobre su pecho, se yergue la escala de nueve peldaños —scala philosophorum—, jeroglífico de la paciencia que deben tener sus fieles en el curso de sus nueve operaciones sucesivas de labor hermética.».

Esta «lectura filosofal» es representativa indirectamente del Ars regia (Arte Real) —concepción del Arte Sagrado de las tradiciones religiosas como secreto subyacente bajo la simbología alquímica— y exclusivamente para la figura del medallón contemplada de forma individual, ofreciéndonos además algunas claves acerca de su «simbolismo real», que, efectivamente, tiene una doble vertiente, o más propio sería decir una doble perspectiva: «exotérica» (relativa a las ciencias profanas) y «esotérica» (relativa a los misterios sagrados, que están ocultos a los sentidos y a la ciencia, y solamente son perceptibles o asequibles por los iniciados). Esta doble perspectiva, relativa respectivamente a las «artes liberales» del medievo (Trivium et Quadrivium) y a la mística escatológica judeocristiana, se resuelve ex profeso con gran maestría arquitectónica de Viollet-le-Duc, ya que flanqueando al medallón central con la figura entronizada que sujeta una escala hay dos secuencias de tres figuras, tanto a su derecha como a su izquierda, conformando un total de siete figuras [FIG. 8]. El modo magistral en que el taller de Viollet-le-Duc ejecuta este simbólico «antependium» pétreo es que, observado en su conjunto expresa el sentido filosófico y empírico de la serie iconográfica, y observado frontalmente (como se verá más adelante) expresa el sentido místico enmarcado en el contexto escatológico del pórtico del Juicio Final, abarcando así la doble dimensión de la sabiduría humana (sobre lo material y sobre lo espiritual).



Fig. 8.- Conjunto iconográfico simbolizando el Trivium et Quadrivium.

Titus Burckhardt, en su libro Alquimia, significado e imagen del mundo (Alchemie: Sinn und Weltbild, 1960) escribía:

«La diferencia entre la alquimia y cualquier otro arte sagrado reside, pues, en que la maestría no está a la vista, como en la arquitectura o la pintura, en un plano externo y artesano, sino que se realiza sólo interiormente, pues la transformación del plomo en oro, que es en lo que consiste el magisterio alquímico, supera las posibilidades de la artesanía. Lo prodigioso de este proceso, el cual supone un salto que, a juicio del alquimista, la naturaleza puede dar sólo en un tiempo incalculable, constituye la diferencia entre las posibilidades materiales y espirituales: mientras que la materia mineral —cuyas disoluciones, cristalizaciones, fusiones y combustiones reflejan en cierto sentido las transformaciones del alma— permanece sujeta a ciertas leyes físicas, el alma, gracias a su encuentro con el espíritu que no está ligado a ninguna forma, puede vencer las presiones psíquicas que ocupan el lugar de dichas leyes.».

Por su parte Fulcanelli, en su capítulo VI de Las moradas filosofales, señala:

«… no debemos olvidar que los tratados llegados a nosotros han sido compuestos durante el más floreciente periodo alquímico, el que abarca los tres últimos siglos de la Edad Media. En efecto, en aquella época, el espíritu popular, por completo impregnado del misticismo oriental, se complacía en el acertijo, en el velo simbólico y en la expresión alegórica. Este disfraz halagaba el instinto inquieto del pueblo y proporcionaba a la inspiración satírica de los grandes un alimento nuevo. También había conquistado el favor general y se encontraba en todas partes, firmemente arraigado en los diferentes peldaños de la escala social. Brillaba en palabras ingeniosas en la conversación de las gentes cultivadas, nobles o burgueses, y se vulgarizaba en ingenuos retruécanos en el truhán. Adornaba la muestra de los tenderos con jeroglíficos pintorescos y se apoderaban del blasón, cuyas reglas esotéricas y cuyo protocolo establecía. Imponía en el arte, en la literatura y, sobre todo, en el esoterismo su ropaje abigarrado de imágenes, de enigmas y de emblemas… La afición por el jeroglífico, último eco de la lengua sagrada, se ha debilitado considerablemente en nuestros días. Ya no se cultiva, y apenas interesa a los escolares de la generación actual. Al cesar de proporcionar a la ciencia del blasón el medio de descifrar sus enigmas, el jeroglífico ha perdido el valor esotérico que poseyera antaño... El tiempo, que arruina y devora las obras humanas, no ha respetado el viejo lenguaje hermético. La indiferencia, la ignorancia y el olvido han rematado la acción disgregadora de los siglos. Pero no nos atreveríamos tampoco a sostener que se haya perdido del todo, pues algunos iniciados conservan sus reglas, saben sacar partido de los recursos que ofrece en la transmisión de verdades secretas o lo emplean como clave mnemotécnica de enseñanza...
»... Estos juegos de palabras, asociados o no a los jeroglíficos, servían a los iniciados como clave para sus conversaciones verbales. En las obras acroamáticas, se reservaban los anagramas unas veces para enmascarar la personalidad del autor, y otras para disfrazar el título y sustraer al profano el pensamiento clave…».

Durante el Renacimiento, un jeroglífico era una representación artística de una idea esotérica, que es justamente lo que realizó Viollet-le-Duc en el caso que nos ocupa.

El pensamiento clave en la lectura alquímica que Fulcanelli hace del medallón del parteluz de la Puerta del Juicio Final de la Catedral de Notre-Dame de París, subyace en la idea de la Scala philosophorum (Escala de los Filósofos o Escala de los Sabios) y en la del «jeroglífico de la paciencia». La palabra «paciencia» proviene del latín pati, que significa sufrir. Aristóteles, en sus Éticas (s.IV a.C.), consideraba que la paciencia era una virtud con la que se consigue sobreponerse a las fuertes emociones generadas por las desgracias o aflicciones, y que el equilibrio entre emociones extremas o punto medio es la metriopatía, es decir, el punto medio (aurea mediocritas) entre el exceso y el defecto de emoción.

La paciencia es, por tanto, la capacidad mental que permite aplazar y controlar impulsos, perseverar en una conducta a pesar de las dificultades y, en la tradición filosófica, representa la constancia valerosa que se opone al mal sin dejarse dominar por él por mucho que se sufra.

En la tradición judeocristiana, el arquetipo bíblico de la paciencia es Job. Los escritores del Nuevo Testamento incluyen la paciencia como uno de los frutos o virtudes del Espíritu Santo, siendo en toda la literatura cristiana un rasgo del carácter de Jesucristo.

«Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley.» (Gál. 5:22-23).

«El Spiritu, donde dize Tertuliano que la paciencia mora, es el Spiritu Santo, a quien Elias vio la tercera vez en la transfiguracion, donde se tratava de la passion y cruz del hijo de Dios, que sufrio con exemplo de paciencia increyble…» (Fray Hernando de Zárate, OSA: Discursos de la Paciencia Christiana, muy provechosos para el consuelo de los afligidos en cualquiera adversidad: Y para los predicadores de la Palabra de Dios, impr. Juan Íñiguez de Lequerica, Alcalá de Henares, 1592).

Vemos que el religioso español de la escuela ascética agustina fray Hernando de Zárate, pone como ejemplo de «paciente» a Cristo, tanto en su sentido de capacidad de sufrir (del latín: patiens, sufriente) como en su sentido de capacidad para hacer con calma y resignación cosas pesadas, cualidad ésta que Cristo expresa con este dicho a sus discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame» (Mt. 16:24). Hace también Zárate en su tratado de los Discursos de la Paciencia Christiana una analogía entre sabiduría y paciencia, indicando que del mismo modo que el apóstol Santiago considera que hay una sabiduría que «desciende de lo alto» frente a una sabiduría «terrenal, animal y diabólica» (Stg. 3:15), la verdadera paciencia tampoco es de este mundo ni de la mente humana, sino «celestial, espiritual y divina», es decir, procedente igualmente de lo alto...

Los alquimistas medievales hablaban de la paciencia como la primera cualidad del alma y consideraban la elaboración del alma el camino más largo, una via longissima. (Cfr. James Hillman: The soul’s code, Warner Books, Nueva York, 1996). Además, consideraban que el proceso de transformación que sufren los metales era un símbolo de la Pasión de Cristo.

Mencionada en Gálatas justo a continuación de la paz, como hemos visto, la virtud espiritual de la paciencia es la calma (paz, sosiego) en la realización de toda actividad compleja o trabajo minucioso, virtud no cardinal que sin embargo es parte de dos virtudes cardinales: la Fortaleza —para San Agustín, la paciencia es la fortaleza del alma frente a las pasiones, en una línea similar al budismo— y la Templanza, poseyendo por tanto un vicio antitético en el pecado capital de la Ira, de ahí que la propia palabra «paciencia» (patientia, pacientia) se asocie «jeroglíficamente» a «pax scientia», la ciencia de la paz, concepto alusivo al espíritu que debe animar todo arte.

 


Fig. 9.- «Pacientia» (1540), de Sebald Beham, Fráncfort del Meno, Alemania. British Museum, Londres.

Una magnífica personificación alegórica de la Paciencia [FIG. 9] la tenemos en el grabado del impresor de la Alemania anteluterana Sebald Beham (1500-1550). En primer plano, vemos una figura femenina alada sentada sobre la base de una columna, tiene los ojos cerrados, las piernas cruzadas y en el regazo una oveja. A la derecha, una criatura demoníaca con verrugas mirando hacia arriba a los dos erotes o putti —motivos ornamentales consistentes en figuras de niños desnudos y alados, en forma de querubín— que están flotando en las nubes y sosteniendo una corona de laurel sobre la cabeza de la figura femenina. Apoyándose contra la columna, una tableta inscrita.

La paciencia sirve a la predicación de la Palabra, va de la mano de la doctrina de la fe, y es fundamental para afrontar las más arduas obras y para enfrentarse a las más duras pruebas...

«Que prediques la Palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina.» (2Ti. 4:2).

«Hermanos míos, tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia. Mas tenga la paciencia su obra completa, para que seáis perfectos y cabales, sin que os falte cosa alguna.» (Stg. 1:2-4).

Cuando San Pablo en su epístola a los Efesios habla del «Evangelio de la paz», de cuyo «misterio» se declaraba «embajador, aun estando entre cadenas» (Ef. 6:19-20), está aludiendo en términos teológicos al mismo concepto que Fulcanelli en términos alquímicos, que es también la misma «ciencia» en la que se afanaban aquellos que Pitágoras en el siglo VI a.C. llamó «philosophos» (amantes de la sabiduría), los que aspiran a alcanzar el conocimiento a través de los principios inmutables de la verdad.

Este celo amoroso por la «ciencia de la paz», tiene una recompensa en la hora de prueba que vendrá sobre el mundo, tal como en el Nuevo Testamento se expone repetidas veces; por ejemplo, mientras Jesús hablaba a sus discípulos de cosas que iban a suceder en los postreros tiempos, también les dice: «Con vuestra paciencia ganaréis vuestras almas» (Lc. 21:19), y, más adelante, el apóstol Santiago dice: «Tened también vosotros paciencia, y afirmad vuestros corazones; porque la venida del Señor se acerca.» (Stg. 5:8).

Por consiguiente, la «paciencia» a la que alude Fulcanelli no es otra cosa que la clave doctrinal para descifrar el «jeroglífico» de Viollet-le-Duc, que, como veremos más adelante, representa esotéricamente a unos personajes muy concretos de la literatura apocalíptica presentes en la hora de la prueba...

«Y has sufrido, y has tenido paciencia, y has trabajado arduamente por amor de mi nombre, y no has desmayado.» (Ap. 2:3).

«Yo conozco tus obras, y amor, y fe, y servicio, y tu paciencia, y que tus obras postreras son más que las primeras.» (Ap. 2:19).

«Por cuanto has guardado la palabra de mi paciencia, yo también te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo entero, para probar a los que moran sobre la tierra.» (Ap. 3:10).

«Aquí está la paciencia y la fe de los santos.» (Ap. 13:10).

«Aquí está la paciencia de los santos, los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús.» (Ap. 14:12).

Respecto de la escalera que desde al menos el siglo I y hasta la época medieval simbolizaba la Opus magnum (Gran Obra) era de cuatro escalones por las cuatro etapas necesarias para realizarla (nigredo o melanosis, albedo o leucosis, citrinitas o xantosis y rudebo o iosis). Posteriormente, entre los siglos XIV a XVI, muchos autores consideran solo tres etapas (comprimiendo la citrinitas en la rubedo) y otros las fueron ampliando con siete (representando los siete grados de la iniciación o siete pasos alquímicos), doce y hasta catorce etapas que conducen al «palacio donde se unen el Sol y la Luna» para dar lugar al Lapis philosophorum (Piedra Filosofal, Mercurio Filosófico). Este concepto alquímico del «Palacio del Rey» se corresponde místicamente con la alegoría bíblica de la verdadera morada de Dios, el «Palacio del Rey» (Sal. 45:15) o palacio celestial creado por Dios en la eternidad, «cuyo fulgor era semejante a una piedra preciosísima» (Ap. 21:11), hermoseado por Cristo con cada redimido por su preciosa sangre; es decir, la ciudad celestial llamada «Jerusalén Celeste» (Heb. 12:22) o «Jerusalén de arriba» (Gál. 4:26), cuyo arquitecto y constructor es Dios (Heb. 11:10), que desciende del cielo adornada por Cristo con su triunfo en la cruz y que, cual tabernáculo, será la morada eterna de Dios y de su pueblo, un «reino de sacerdotes». (Jn. 14:2-3; Ap. 1:6; 5:10; 21:3; 21:10) que irradiará la luz de Dios, por lo que el Sol y la Luna ya no se necesitarán como lumbreras, pues el mismo Señor será el Sol que alumbrará todo: «La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella, porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera» (Ap. 21:23). Dado que su rey es «Rey de la eternidad», que se extiende indefinidamente tanto hacia el pasado como hacia el futuro (1Tim. 1:17; Jud. 25), una escalera, como la que vio Jacob, unirá al mundo con la Ciudad celestial: «… y he aquí una escalera que estaba apoyada en la tierra, y su extremo tocaba en el cielo; y he aquí ángeles de Dios que subían y descendían por ella.» (Gn. 28:12).

Pero, ¿cuál es la Scala philosophorum a la que alude Fulcanelli, que sí se representa en el medievo con nueve peldaños?

En dos obras del beato conocido como «Doctor Iluminado», Ramon Llull o Raimundo Lulio (Mallorca, c.1232 – c.1314), laico muy próximo a los franciscanos y uno de los más sabios personajes del medievo, tanto en el ámbito teológico, místico y filosófico como en el ámbito científico y técnico (se le atribuye la invención de la rosa de los vientos y el nocturlabio), se ilustra perfectamente este concepto. Las ilustraciones a las que nos referimos se incluyen en la obra Alquimia y mística: El museo hermético, magnífico compendio de imágenes recopiladas y comentadas por Alexander Roob, obra editada en español por Taschen en 2006.

La primera ilustración es una representación simbólica del Liber de ascensu et descensu intellectus, según una edición valenciana de Georgium Costilla de 1512 (De nova logica de correlativis necnon et de ascensu et descensu intellectusquibus…), donde la Scala intellectus [FIG. 10] representa la escalera de la Creación. Cada escalón lleva escrito el nombre de cada uno de los pasos seguidos por la Creación: Intelecto, Piedras y minerales, Fuego, Vegetales, Animales, Hombres, Cielo y estrellas, Ángeles, Dios. Iniciada la ascensión desde la base de la escalera (Intelecto) se llega hasta la entrada del Palacio de Dios construido por Sophia, la Sabiduría. El personaje que representa al Intelecto tiene en su mano el disco del Ars generalis, instrumento de presupuestos metafísicos y éticos con el que Llull defendía la superioridad de los dogmas cristianos frente al judaísmo y el islamismo.

La otra ilustración [FIG. 11] procede de un códice miniado del siglo XIV, el Breviculum, en la que Ramon Llull muestra dos escalas: la de la izquierda, con sus nueve peldaños relacionados con los nueve filósofos que aparecen sentados en el margen izquierdo y que representan a las nueve dudas que pueden surgir frente a las nueve realidades objetivas del universo; en la escala de la derecha, apoyada en lo alto de una torre, el sabio mallorquín muestra los nueve peldaños de los nueve principios absolutos y relativos, simbolizando la torre la fe y la gracia de los principios seguros. Alcanzar la cúspide de esta torre y la Santísima Trinidad rodeada de gloria sólo puede lograrse por medio de la «cuerda de la gracia» que Dios tiende desde lo alto. De ella penden el intelecto, seguido por la memoria, la voluntad y las siete virtudes, mostrando también, en los cimientos de la torre, el destino de los que no han logrado ascender a causa de los siete vicios o pecados capitales: arder en el Infierno.


Fig. 10.- Scala intellectus» en edición valenciana de 1512 del «Liber de ascensu et descensu intellectus» de Ramon Llull.

Fig. 11.- Escala de los nueve filósofos y escala de los nueve principios absolutos y relativos. Procedente del «Breviculum» (s.XIV), códice miniado de Ramon Llull.

Vemos por tanto que la vía alquímica, que no es la de los «sopladores» sino la que persigue la chrysopoeia del Oro Filosófico u Oro de los Sabios, es la vía del arte y la ciencia de transmutación que, como sugiere Titus Burckhardt, se realiza en el «laboratorio interior» por medio de «instrumentos» filosóficos, místicos, esotéricos y artísticos, conduciendo y situando al iniciado ante la Scala philosophorum: la escala de nueve peldaños de la «Filosofía», palabra que proviene del griego antiguo y significa «amor a la sabiduría». Sin embargo, esta escala de Viollet-le-Duc es también de la «Teología», como veremos más adelante...

TRIVIUM ET QUADRIVIUM: LOS SIETE PRIMEROS PELDAÑOS

En la Edad Media era ya un tema iconográfico muy recurrente el de la personificación como figuras femeninas de las siete «Artes Liberales». Este concepto del Trivium et Quadrivium, heredado de la antigüedad clásica, hacía referencia a las artes (disciplinas académicas, profesiones u oficios cualificados) cultivadas por hombres libres, por oposición a las artes serviles (oficios viles y mecánicos), propias de los siervos o esclavos.

Todas estas artes y ciencias estaban representadas en una escala, símbolo del Eje (eje verdadero, que es el propiamente axial), y a cada una de ellas se la ubicaba en un peldaño. A esta escala, los Fedeli d'Amore, una de las sociedades secretas iniciáticas con filiación directa de la disuelta Orden del Temple, en la que el «Poeta Supremo» Dante Alighieri (1265-1321) habría alcanzado el grado de «Caballero Kadosh», la llamaban «Escala de Kadosh». En el peldaño más alto figuraba la Fe (Emunah), que simbolizaba a la misteriosa Fede Santa. (Cfr. René Guénon: Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, cap. LIV: «El simbolismo de la escala», pág. 296; Esoterismo cristiano, cap. IV: «El lenguaje secreto de Dante y "Los Fieles de Amor"», pág. 50).

Los nueve cielos descritos por Dante son un símbolo revelador de la jerarquía interior y espiritual de los distintos mundos o estados superiores del ser, que corresponden a los distintos grados de iniciación. Los siete primeros cielos dantescos corresponden a las «artes liberales» o cosmológicas, que, como todo verdadero arte, bajo la perspectiva de las doctrinas tradicionales representan a su vez ciencias sagradas.

«Las expresiones derivadas de las artes liberales desempeñaron en los inicios de la Edad Media un papel comparable al desempeñado por el lenguaje del arte de los constructores en las expresiones de la masonería especulativa.» (René Guénon: El esoterismo de Dante, cap. II: «La Fede Santa», pág. 21).

Como ya dijimos al principio, el actual pilar que sirve de parteluz del pórtico central de la Catedral de Notre-Dame de París es un diseño de Viollet-le-Duc. El original fue retirado en 1771, en tiempos del rey Luis XV, para «dar paso al dosel de madera cubierto con telas en las procesiones», mutilando terriblemente la hermosa Puerta del Juicio Final. El arquitecto parisino se inspiró para decorar la base de su pilar en motivos de la Catedral de Laon (ss. XII-XIII) y para las esculturas de las «artes liberales» en lo enseñado a los escholiers de las universidades medievales; es decir, en el Trivium y el Quadrivium de acuerdo a la clasificación hecha en el siglo VI por Boecio («el último romano, el primer escolástico») y a las instituciones que compuso entre los siglos V y VI Casiodoro para sus monjes del monasterio de Vivarium.

El Trivium (tres vías o caminos) comprendía la gramática, la dialéctica y la retórica; y el Quadrivium (cuatro vías o caminos) la aritmética, la geometría, la astronomía y la música. Juan de Salisbury (c.1120 – 1180), educador inglés y obispo de Chartres, suponía que se llamaron «artes liberales» del griego areté (excelencia, virtud), fundado en que la virtud hace a los hombres más capaces de conocer los caminos y las sendas que conducen a la sabiduría.

Al Trivium et Quadrivium añadieron la teología, el derecho canónico, el derecho civil y la medicina, con las cuales creían quedaba completa la enseñanza.

Si observamos la serie iconográfica que nos ocupa, veremos claras representaciones de esta reunión enciclopédica de las ciencias y las artes: partiendo del lateral derecho hacia la personificación del medallón central, vemos las personificaciones de la Geometría (matemáticas), la Dialéctica (retórica) y la Medicina (cosas de la tierra) [FIG. 12] ; partiendo del lateral izquierdo hacia el centro, vemos a la Música (armonía de los conjuntos de materiales que forman la Creación), la Gramática (conjunto de reglas y principios que gobiernan el uso de una lengua) y la Astronomía (cosas del cielo) [FIG.13].


Fig. 12.- Personificaciones alegóricas de la Geometría, la Dialéctica y la Medicina.

Fig. 13.- La Música, la Gramática y la Astronomía.

Las seis disciplinas mencionadas son los seis primeros peldaños de la escala, las cuales permiten alcanzar la parte «inferior» del «ropaje» —el mundo de las cosas materiales— de la mujer que la sostiene en el centro, la cual personificaría, o bien la Filosofía, tal como la describe Boecio, o bien la Teología, pues el simbolismo muestra que se trata de una «scala coeli» (escalera del cielo), evidenciado por el emblema de las nubes coronando la figura.

Como es lógico, no hay registro escrito de Viollet-le-Duc indicando a quién representó en el medallón central, ni en el programa «exotérico» ni mucho menos en el «esotérico». Quienes han considerado que dicha figura no representa a un arte liberal sino a la Teología, consideran que los dos libros que la «mujer» lleva, uno abierto y otro cerrado, son el Antiguo y el Nuevo Testamento, y que por tanto la escala simboliza los grados sucesivos antes de alcanzar el conocimiento perfecto, estando por tanto la Teología en la cima, en el cielo simbolizado por las nubes.

Las siete artes liberales del Trivium et Quadrivium, con los añadidos posteriores de la teología, el derecho canónico, el derecho civil y la medicina, suman once disciplinas, y la escala es de nueve peldaños, por lo que parece evidente que en el simbolismo representado por Viollet-le-Duc hay una calculada indefinición y ambigüedad.

Independientemente de si la figura que sostiene la escala personifica a la Filosofía o a la Teología, o a ambas, ¿cuáles son los dos peldaños que faltan para subir esta escala de nueve hasta la parte «superior» del «ropaje» —la comprensión del espíritu de la sabiduría—?

«LOS DOS TESTIGOS»: ÚLTIMOS PELDAÑOS

En su «Teoría de la Restauración», Viollet-le-Duc defendía que el restaurador debía ponerse en la piel del arquitecto-creador primitivo, entender el espíritu de la obra y aplicarlo a la reconstrucción de la misma. Trató por ello de devolver al edificio su forma original (forma prístina), o como él entendía que debió haber sido, puesto que afirmaba que, por pura coherencia del estilo, a partir de las partes que aún existen era posible reconstruir el total.

Fiel a sus ideas, Viollet-le-Duc dispuso unas claves «escondidas» (esotéricas) en la serie iconográfica de su «medallón filosófico» y/o «medallón teológico», al objeto de incardinar éste en el plano místico y en el contexto escatológico del pórtico del Juicio Final.

La solución fue tan magistral como irónica, pues las claves «escondidas» son perfectamente visibles; eso sí, desde la perspectiva precisa...

De ser realmente una personificación de la Filosofía la figura central en la que converge toda la serie iconográfica de medallones alusivos a las «artes liberales», cabría preguntarse por qué se representa en la base y soporte de la figura del conocido como Le Beau Dieu (El Bello Dios), figura central de Cristo como Juez en el pilar de la Puerta del Juicio Final, representación iconográfica cuyo origen se comentará más adelante...

Como ya se ha dicho, el medallón central de la Filosofía o de la Teología, se situó prácticamente a la altura de los ojos del observador. Las dos figuras alegóricas adyacentes (la Medicina y la Astronomía) están situadas en chaflán, de tal forma que una mirada frontal nos ofrece una panorámica parcial de lo que se quiere abarcar, que es una tríada concreta [FIG. 14], permaneciendo el resto de figuras totalmente ocultas a la vista desde esta perspectiva..



Fig. 14.- Vista frontal de la serie de medallones, en la que sólo se ven las figuras que en el programa «exotérico» representan personificaciones alegóricas de la Filosofía o Teología (medallón central) y de la Medicina y la Astronomía (figuras laterales), permaneciendo el resto de figuras totalmente ocultas a la vista desde esta perspectiva.

Atendiendo al juego de perspectivas —y a la presencia cierto emblema simbólico que más adelante comentaremos—, es evidente que Viollet-le-Duc tuvo en cuenta a la hora de desarrollar su programa iconográfico los conceptos místico y empírico del «tercer ojo» (también conocido como «ojo interno», «ojo frontal», «ojo de la mente», «ojo pineal»…), que hace referencia a un ojo etérico o sutil que proporcionaría una percepción extrasensorial, es decir, más allá de lo que se podría percibir con la vista ordinaria, y también a un ojo vestigial. Este ojo simboliza en diversas tradiciones espirituales la penetración en todo, la omnipresencia, la imposibilidad de estar fuera de su campo de acción y de visión. Orgánicamente, el «ojo de la mente» se ha asociado con la glándula pineal —pequeña glándula endocrina del cerebro—, considerada en algunas tradiciones esotéricas como la puerta de entrada a los estados superiores de conciencia. Esto tiene significados atribuidos a despertares místicos o de iluminación, percepción clarividente y, en definitiva, a cualidades metafísicas especiales que la filosofía académica actual no contempla, por considerar la glándula pineal como una mera estructura neuroanatómica. En la tradición védica se relaciona con el sexto chakra o «Ajna» (tercer ojo), en el hinduismo se nombra como la «ventana de Brahma», es el «Ojo Celestial» del cual hablaban los antiguos chinos, el Dan Tian (campo del elixir) de las tradiciones alquímicas taoístas, concepto que alude a una serie de centros de energía distribuidos en determinadas zonas del cuerpo humano y cuyos orígenes textuales se encuentran en el siglo III... En Occidente, el concepto tiene su origen en la filosofía platónica, expresión que pasó a la filosofía neoplatónica de la mano de Proclo (412-485) y después al cristianismo a través del «Corpus Aeropagitum» (s. VI) del teólogo y místico bizantino conocido como Pseudo-Dionisio, siendo expuesta de esta manera por el filósofo y teólogo irlandés del renacimiento carolingio Juan Escoto Eriúgena (c.810-c.877) en su tratado Exposiciones sobre la jerarquía celeste de San Dionisio:

«Es lícito, pues, para quienes filosofan pía y limpiamente, o quieren comenzar desde cualquiera de estas causas, y a través del ojo de la mente —que es la verdadera razón— extenderse a todas las demás con cierto orden de contemplación.»

Sobre este concepto en Juan Escoto Eriúgena, de enorme interés teológico resultan los apuntes del Papa Benedicto XVI en su magistral intervención en la audiencia general dada el 10 de septiembre de 2009, publicada íntegramente por la agencia de información católica Zenit:

«Sólo gracias a la constante purificación tanto del ojo del corazón como del ojo de la mente se puede conquistar la comprensión exacta.
»Este camino arduo, exigente y entusiasmante, hecho de conquistas continuas y relativizaciones del saber humano, lleva a la criatura inteligente hasta el umbral del Misterio divino, donde todas las nociones constatan su propia debilidad e incapacidad y llevan, por tanto, a ir más allá —con la simple fuerza libre y dulce de la verdad— de todo los que es alcanzado continuamente. El reconocimiento adorador y silencioso del Misterio, que desemboca en la comunión unificadora, se revela por tanto como el único camino para una relación con la verdad que sea al mismo tiempo la más íntima posible y la más escrupulosamente respetuosa de la alteridad. Juan Escoto, utilizando también en esto un término apreciado por la tradición cristiana de lengua griega, llamó a esta experiencia a la que tendemos theosis o divinización, con afirmaciones atrevidas hasta el punto de que fue sospechado de caer en el panteísmo heterodoxo.».

Como ya se ha dicho, el visionario arquitecto Viollet-le-Duc no sólo tuvo en cuenta el concepto del «tercer ojo» u «ojo de la mente» a la hora de proyectar su magistral juego de perspectivas, que revela el mensaje «oculto» a quienes son capaces de contemplarlo con dicho «ojo frontal» (visión o perspectiva frontal), sino que da pistas de su utilización al incorporar cierto emblema simbólico del que, como ya hemos indicado, hablaremos más adelante.

Vemos que desde la perspectiva frontal no se abarca el programa iconográfico completo que desemboca en el medallón central con la personificación alegórica de la Filosofía o la Teología, sino, como ya se ha señalado, una panorámica parcial que resulta ser el meollo del simbolismo esotéricamente representado. Esta vista nos muestra un misterioso personaje sentado en un trono y sujetando una escala, flanqueado por otros dos misteriosos personajes que sostienen con ambas manos sendos objetos y visten el mismo tipo de túnica y tocado. Puede interpretarse que se trata de personajes femeninos por no tener barba, mas la ausencia del característico ornamento piloso del rostro masculino no es en modo alguno determinante para definir el género (Cristo hasta el siglo VI se representaba la mayoría de las veces como un adolescente imberbe y los seres celestiales, como los ángeles, son criaturas espirituales que carecen de cuerpo y género, así que no tienen barba). Por otra parte, las figuras carecen de la más mínima traza de senos femeninos, lo que se hace especialmente manifiesto en la figura central, por lo que resulta evidente una intencionalidad artística de calculada ambigüedad e indefinición sexual en las figuras.

Toda esta serie de detalles, y sobre todo los símbolos alegóricos que frontalmente observamos en esta tríada de figuras, responden al enigma que plantearía la presencia y relevancia de la personificación alegórica de la Filosofía en el contexto escatológico del Juicio Final, un contexto en el que, como tal «personificación de la Filosofía», desde luego está fuera de lugar, como también lo están las personificaciones de la Medicina y la Astronomía (como meras «artes liberales» o ciencias empíricas). Como veremos, la personificación de lo que podríamos llamar «Teología Filosófica» o «Filosofía Teológica», junto con las personificaciones de la Medicina y la Astronomía, son en realidad pistas alegóricas que apuntan a las identidades escatológicas de la tríada de personajes.

Antes que nada, la primera clave formal la encontramos en los marcos de las tres figuras: mientras las laterales se enmarcan en cuadrados, la figura central lo hace en un círculo. Junto con las nubes, la eternidad e infinitud representadas por el círculo inciden en la idea del cielo, que es sujeto de su propio movimiento y no está sometido a ninguna división temporal, ni tiene comienzo, medio o fin. Al cielo Dios le dio la virtud de moverse en el momento de crearlo, es decir, no es movido por un «Motor Inmóvil», que sería Dios, idea cuyo origen se encuentra en la tradición aristotélica y que se halla presente también en las concepciones cristianas, como por ejemplo en la cosmología luliana. Respecto de la forma cuadrada que enmarca a las figuras laterales, cabe significar que el círculo y el cuadrado simbolizan dos aspectos fundamentales de Dios: la unidad y la manifestación divinas. El círculo expresa lo metafísico celeste, como hemos dicho, y el cuadrado lo material terrenal, no en cuanto opuesto a lo celestial, sino en cuanto a lo creado. «Cuadratura del círculo» es una de las expresiones simbólicas que en la alquimia hermética recibe la realización de la Gran Obra. Como indican Jean Chevalier y Alain Gheerbrant: «En las relaciones del círculo y el cuadrado, existe una distinción y una conciliación» (Diccionario de símbolos, Herder, 2003; pág. 374).

En la figura de la izquierda (personificación de la Medicina en el programa «exotérico») vemos un personaje que sujeta y alza con las dos manos una jarra. Junto a este personaje, se observa una inflorescencia de dedalera (Digitalis purpurea).

El personaje de la derecha (personificación de la Astronomía en el programa «exotérico») sujeta con ambas manos un extraño objeto, una especie de piedra (se trata de un astrolabio redondo, que desde esta perspectiva se ve distorsionado como si fuera un objeto prácticamente prismático o «angular»). La única pista de la naturaleza simbólica de este objeto sería la S rectilínea o «angular» que la divide en dos (la aguja del astrolabio).

Respecto del simbolismo vestimentario de los dos personajes laterales, se aprecia que ambos tienen la cabeza cubierta con el característico tocado de tela judío y visten con un saco o cilicio (en latín, cilicium), una túnica hecha de tela áspera o pelo de animal que vestían los profetas (cf. Mt. 3:4; Is. 20:2; Ap. 11:3). Originalmente eran unos mantos de tejido basto y sin adornos, supervivencia de un sayal primitivo, hechos con pelos de cabra de Cilicia (provincia romana del sureste de Asia Menor), que recubría el cuerpo hasta los tobillos, como para sepultar a uno... Era también un vestido de penitencia y duelo que se llevaba ceñido a los riñones, similar a la vestimenta de pelo de camello usada por San Juan Bautista. (Cfr. Is. 3:24; 15:5; 50:3; Ap. 6:12; Ne. 9:1; Jn. 3:5-8; Mt. 3:4; 11:21).

Analizando toda la simbología alegórica y la emblemática judeocristiana descrita, identificaremos sin el menor género de dudas a los personajes que en el plano místico-escatológico se representan en esta tríada de figuras.

Y habiendo así ascendido los siete primeros peldaños simbólicos de la escala mística, gracias a la sabiduría proporcionada por las siete artes liberales, la ascensión de los dos últimos peldaños vendrá dada por el «reconocimiento» de los «Dos Testigos»…

«Entretanto, yo daré orden a dos testigos míos, y harán oficio de profetas, cubiertos de cilicios, por espacio de mil doscientos sesenta días. Estos son dos olivos y dos candeleros puestos en la presencia del Señor de la tierra.» (Ap. 11:3-4).

Los exégetas identifican a estos dos testigos como los profetas Elías y Enoc.

Si bien algunos han señalado a Moisés en vez de Enoc, hay analogías en las figuras de Elías y Enoc que apuntan a ambos como los «dos testigos» de los últimos días. Tanto Elías como Enoc, no tuvieron una muerte natural, sino que fueron «arrebatados» por Dios. Elías fue llevado al cielo en un torbellino y un carro de fuego (2R. 2:9-11); del mismo modo, Enoc fue llevado al cielo sin experimentar la muerte (Gn. 5:24 y Heb. 11:05), y él también profetizó la venida del Día del Juicio de Dios y el regreso de Cristo con su Iglesia (Jud. 14,15). Teniendo en cuenta que los «dos testigos» retornan como hombres vivientes para llevar a cabo una misión terrenal muy concreta, no cabe pensar en Moisés, alma desencarnada en tanto tuvo una muerte natural. Asimismo, los elegidos del fin de los tiempos, como veremos, son también «arrebatados» sin padecer muerte, por lo que cabe considerar que los «dos testigos» son elegidos de la misma condición preternatural.

Respecto del simbolismo en la cita apocalíptica de los «dos testigos», el «olivo», al estar siempre verde, suele simbolizar al justo (Sal. 52:10; Ap. 11:4) y a la sabiduría que manifiesta el camino de la justicia (Si. 24:14; 19-23). Siendo por tanto estos dos testigos denominados alegóricamente como «olivos» y «candeleros» (utensilio donde se colocan las lámparas), se alude a que comunicarán la gracia y unción del Espíritu Santo, y alumbrarán a los hombres (Mt. 5:15).

Estos dos testigos son los profetas de Dios, llenos del fuego del Espíritu Santo, que serán enviados en la Gran Tribulación para proclamar el mensaje del arrepentimiento a los moradores de la Tierra. Ellos vendrán a alertar a los pueblos sobre los juicios que se aproximan por causa del pecado…

«Y si alguno quisiera maltratarlos, saldrá fuego de la boca de ellos, que devorará a sus enemigos, pues así conviene sea consumido, quien quisiere hacerles daño. Los mismos tienen poder para cerrar el cielo, a fin de que no llueva en los días de su profecía; y tienen también potestad sobre las aguas para convertirlas en sangre, y para afligir la tierra con toda suerte de plagas siempre que quisieren.
»Mas después que concluyeren de dar su testimonio, la bestia, que sube del abismo, hará guerra contra ellos, y los vencerá y los matará.» (Ap. 11:5-7).

Como vemos, estos testigos, vestidos de cilicio, proclamadores del mensaje del Juicio Final, serán odiados. Terroristas del fin de los tiempos intentarán destruirlos. Sin embargo, Dios los reviste de protección divina. Hasta que, llegada su hora, sucumbirán ante la «bestia del abismo»…

Desde la perspectiva frontal, vemos que la mirada de la figura de la izquierda (personificación de la Medicina en el programa «exotérico») parece dirigirse hacia lo Alto y su actitud con la jarra no es la de un médico ni la de un escanciador de bebida, sino que más bien parece la de un «oferente» o la de alguien realizando un rito de purificación con el agua… o más bien de un rito bautismal por infusión…

Bautismo, del griego baptidsô, significa tanto «empapar» como «sumergir», y la Iglesia católica bautiza tanto por aspersión (rociando agua) como por infusión (derramando agua), porque la doctrina de la regeneración y redención fue cumplida por un derramamiento de la Sangre de Cristo en la Cruz cuando su corazón fue perforado por la lanza de Longinos y salió sangre y agua, símbolos para la Iglesia de en los sacramentos de la Eucaristía y del Bautismo, así como por parte de un «derramamiento» del Espíritu Santo sobre el nuevo Pueblo de Dios (cf. Jn. 19:34; Hch. 2:17; 10:45-46; Heb. 10:19; 1Pe. 1:2). El rito bautismal empleando una jarra aparece de antiguo en la iconografía cristiana, como podemos ver por ejemplo en una magnífica pila bautismal románica [FIG. 15] de la iglesia parroquial de Abia de las Torres, en la provincia de Palencia, España, en la que se representa la escena del Bautismo de Cristo y se observa a Juan el Bautista jarra en mano. Por demás, Viollet-le-Duc tenía bien cercano un modelo de inspiración en la jarra bautismal del duque de Burdeos [FIG. 16], obra del orfebre Jacques-Henri Fauconnier, que fue creada especialmente para el bautismo de dicho noble, Henri d'Artois (1820-1883), heredero al trono de Francia, ocasión por la que suntuosas ornamentaciones neogóticas decoraron la Catedral de Notre-Dame de París.


Fig. 15.- Escena del Bautismo de Cristo con Juan el Bautista jarra en mano en pila bautismal románica de la iglesia parroquial de Abia de las Torres, Palencia, España.

Fig. 16.- Jarra bautismal del duque de Burdeos (s.XIX). Museo del Louvre, París.

En cuanto a la dedalera, esta flor campaniforme es conocida popularmente con diversos nombres, siendo uno de ellos el de «campanas de San Juan»...

Vemos, por tanto, que todo este simbolismo joánico (y apocalíptico) es un compendio de prefiguraciones y claves esotéricas para señalar a uno de los «dos testigos» del Juicio Final: Elías. Gran profeta del tiempo de los reyes, instrumento de prodigios (produce la primera resurrección consignada en las Sagradas Escrituras) y cuyo nombre en hebreo (Éliyyâhû) significa «Yahvé es mi Dios», habiendo pronunciado un oráculo de venganza, igual que lo hará Juan el Bautista, se retiró al desierto, por orden de lo Alto, cerca del torrente de Querit, afluente de la orilla izquierda del Jordán. En uno de sus prodigios, la harina del pote y el aceite de la jarra con las que alimenta a una viuda caritativa que confía en la promesa hecha en nombre del Dios de Israel, se hacen inagotables hasta la nueva cosecha… Elías, en lugar de morir, fue elevado «hacia el cielo» (lo mismo que anteriormente Enoc e igual que lo será Jesús), en su caso en un carro de fuego, por lo que los judíos esperaban su vuelta como Precursor del Mesías; por eso creyeron reconocer en Juan el Bautista a un «nuevo Elías», anunciado por el arcángel Gabriel a su padre Zacarías. (Cfr. Gn. 5:24; 1R. 17:1-2; 17:10-16; 17:17-24; 2R. 2:1-13; 2:18; Ml. 3:23; Lc. 1:16-17; 1:80; 24:51; Mt. 11:14; 12:10-22; 17:10-12; Mc. 9:13; 16:19; Hch. 1:9).

La clave de la Medicina («salud» deriva del término latino salus, que significa tanto salud como salvación), incide en identificar al profeta Elías a través de la figura de Eliseo, heredero del ministerio profético de Elías. En el capítulo 19 del segundo libro de los Reyes, se relata cómo al pasar Elías frente a Eliseo, mientras este último araba la tierra con doce yuntas, le colocó su manto y pasó de largo. Eliseo comprendió éste gesto simbólico y se apresuró a alcanzar a Elías que se alejaba, rogándole que le permitiera ir a despedir a sus padres antes de irse con él. Sacrificó a una pareja de bueyes y, asando sus carnes en la yunta, hizo un festín de despedida invitando a los lugareños. Concluido esto, siguió a Elías para estar a su servicio. Elías lo consideró como si fuera su hijo.

El ministerio profético de Eliseo incluyó el don espiritual de la sanidad, comenzando por sanar el agua de una fuente cercana a Jericó contaminada con ciertos componentes tóxicos, limpiándola milagrosamente con sal común (2R. 2:19-22).

En su segundo milagro aparecen, como en uno de los prodigios de su padre espiritual Elías, una jarra con aceite de oliva… (2R. 4:1-7).

Otro milagro de sanación que realizó el profeta Eliseo fue el de curar a Naamán de la lepra, mandándole simplemente ir a sumergirse siete veces en el río Jordán (2R. 5:9-10; 14-16).

El otro testigo del Juicio Final que observamos desde la perspectiva frontal (personificación alegórica de la Astronomía en el programa «exotérico») es el profeta Enoc, cuyo nombre significa «inauguración». Antes de su ascenso a los cielos sin haber muerto, fue un patriarca antediluviano y un paradigma a seguir, que, si bien se desvanece en la historia y el relato bíblico apenas da detalles de su ministerio, proyecta la gloria irradiada por el excepcional destino que se le reconoce al resaltar que «iba con Dios» y que fue fundador de una ciudad que lleva su nombre (Gn. 4:17). Tras vivir sobre la tierra 365 años de forma tan perfectamente como es humanamente posible, «desapareció, pues Dios se lo llevó» (Gn. 5:23-24; Heb. 11:5). Este «rapto», considerado como algo diferente de lo que implica la muerte en cualquier hombre, encontrará una réplica más gráfica en el relato de la desaparición de Elías, «llevado por Yahvé» al final de su ministerio en la tierra. (2R 2:3-5; 9:11).

En las selecciones del «Libro de Moisés», partes del Génesis de la traducción de la Biblia del estadounidense Joseph Smith, obra comenzada en junio de 1830, se indica que Enoc estableció la ciudad de Sion (ciudad de rectitud también llamada la Ciudad de Enoc) e instruyó a sus habitantes. Los textos proféticos y doctrinales de la llamada «Revelación de los Últimos Días» escritos en inglés por Joseph Smith, fueron rápidamente traducidos al francés, alemán, italiano…, y ampliamente difundidos en Europa con el florecer de la época romántica, cuando bajo esta nueva luz del pensamiento se inició en 1844 el programa de restauración de la Catedral de Notre-Dame de París, liderado como ya se ha dicho por los visionarios arquitectos Eugène Viollet-le-Duc y Jean-Baptiste Lassus, que se prolongó durante casi dos décadas.

Sion (en hebreo: tsiyyon, transliterado a veces como «Zion»), fue inicialmente el nombre de una fortaleza jebusea conquistada por el rey David situada en una colina del lado sureste de Jerusalén, el Monte Sion, siendo mencionada en la Biblia como el centro espiritual y la «madre de todos los pueblos», e identificándose con Jerusalén bajo su aspecto esencialmente religioso, preludio del Cielo (Sal. 87:2; 2S. 5:7; Is. 2:2s; 4:5; Mt. 21:5; Jn. 12:15; Rm. 9:33; 11:26; Heb. 12:22; 1Pe. 2:6; Ap. 14:1).

Vemos así que la piedra angular (el astrolabio de la personificación «exotérica» de la Astronomía), con una marca lapidaria en forma de S angular (alusiva a Sion o Zion), es la clave «esotérica» para identificar al profeta y «constructor» de ciudades Enoc, pues la «leyenda de la piedra angular» también se comparó con la historia bíblica del Templo de Salomón y la piedra rechazada por sus edificadores:

«La piedra que desecharon los arquitectos, en piedra angular se ha convertido» (Sal. 118:22; Hch. 4:11).

Enoc fue quien profetizó acerca de los impíos a los que el Señor Jesucristo someterá a juicio en su Segunda Venida o Parusía, la que promete en la Ascensión, de modo que esta profecía todavía no se ha cumplido…

«De estos también profetizó Enoc, séptimo desde Adán, diciendo: He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos, y dejar convictos a todos los impíos de todas sus obras impías que han hecho impíamente, y de todas las cosas duras que los pecadores impíos han hablado contra Él.» (Jud. 14-15).

¿A quién representa simbólicamente, por tanto, la «Piedra Angular» que muestra Enoc?

Podría pensarse en el apóstol Simón, al que Jesús llama Pedro (en arameo, «Cefas», en griego, «Petros», que significa «Roca») y al que dice: «Sobre esta roca (epi taute te petra) edificaré mi Iglesia» (Mt. 16:18), mas siendo Pedro una de las «piedras fundamentales» (apóstoles) de la estructura eclesiástica (Ef. 2:20), no es la piedra «desechada» por los «edificadores del Templo de Salomón» (los judíos). El origen humano de Jesús ha sido siempre para los judíos la piedra de tropiezo para no reconocer su origen divino (Jn. 7:27-29), por lo que esa «piedra desechada» es la que se convierte en «piedra angular» de la Iglesia, como el mismo Pedro se encarga de confirmar en su primera epístola:

«Vosotros acercaos al Señor, la piedra viva desechada por los hombres, pero elegida y preciosa para Dios.» (1Pe. 2:4).

Y en seguida aclara de qué forma los fieles son también «piedras» de la Iglesia:

«… y así, como piedras vivas que sois, formad parte de un edificio espiritual, de un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo.» (1Pe 2:5).

Siendo por tanto Pedro un «primus inter pares» (su nombre es mencionado el primero en las listas), que formaba parte del «círculo íntimo» (Mt. 17:1-2; 26:37) y que tras su negación de Cristo fue «restaurado» por Éste (Jn. 18:25; 21:15), vemos que quien verdaderamente constituye la «roca» y la «principal piedra del ángulo» (1Pe. 2:6) es el propio Cristo, representado por las «doce piedras preciosas» (Ap. 21:19-20), que simbolizan a los doce apóstoles. La elección de Pedro, una figura clave en la primera mitad del libro de los Hechos de los Apóstoles, revela el poder del Evangelio de Cristo para transformar a un hombre simple y deficiente, en una verdadera «roca» de discípulo.

En cuanto a la clave de la Astronomía identificando a la figura de Enoc, se encuentra en uno de los textos que se le atribuyen, el Libro de Enoc (abreviado, «1 Enoc»), un libro intertestamentario editado hacia el siglo I que forma parte del canon de la Biblia de la Iglesia ortodoxa etíope pero no es reconocido como canónico por las demás iglesias cristianas, a pesar de haber sido encontrado en algunos de los códices (Códice Vaticano y Papiros bíblicos Chester Beatty) de la Biblia griega, comúnmente llamada Septuaginta. Se trata de un libro apocalíptico, perteneciente a la apocalíptica judía, que asume la continuidad del discurso de los profetas y anticipo del mensaje cristiano, enfatizando en la venida del Hijo del Hombre. Fue un libro muy apreciado por los primeros cristianos, a partir de las citas de algunos de sus pasajes y referencias en epístolas canónicas (2Pe. 2:4; Jud. 14-15), así como en textos apócrifos como la Epístola de Bernabé (16:4), y muchos Padres de la Iglesia se refieren a él y lo citan en sus obras (cfr. Federico Corriente y Antonio Piñero: Apócrifos del Antiguo Testamento IV: «Libro 1 de Henoc. Introducción», pp. 13-37. Ediciones Cristiandad, Madrid, 1984). Sin embargo, el Libro de Enoc fue definitivamente apartado del canon tras el Concilio de Laodicea, en 364. En 1773, el famoso naturalista, explorador y geógrafo británico James Bruce de Kinnaird llevó desde Abisinia a Europa tres copias de la obra, una de las cuales fue consignada a la Biblioteca Nacional de París.

De las siete partes en que se divide el Libro de Enoc, escritas entre los siglos III a.C. y I d.C., la conocida como «Libro del cambio de las luminarias celestiales» o «Libro astronómico» (capítulos 72 a 82), que es anterior al siglo III a.C., proporciona datos sorprendentemente precisos sobre las órbitas del Sol y de la Luna, días intercalares, estrellas y mecánica celeste general, añadiendo detalles geográficos concretos sobre el universo, sorprendentes series astronómicas de cifras y exponiendo en detalle el antiguo calendario solar hebreo, en concordancia con el Libro de los Jubileos, que en el versículo 17 del capítulo 4 cita este libro de las luminarias del cielo; dicho calendario solar fue adoptado por la comunidad de Qumrán, la cual consideraba que así como Israel se había desviado del verdadero camino y del testimonio justo, el calendario oficial erraba al determinar las fechas de las fiestas establecidas en la Torah.

Así pues, vemos que las personificaciones alegóricas de la Medicina y de la Astronomía simbolizan en el plano místico-escatológico a dos colosales personajes bíblicos, «testigos de Dios» en el Juicio Final, sobre los que André-Marie Gérard, en su Diccionario de la Biblia (Dictionnaire de la Bible, 1989), señala: «Lo mismo que el profeta [Elías], el patriarca de la tradición más antigua [Enoc] permanece en todos los tiempos como el héroe misterioso al que la revelación nos pinta como el justo, recompensado por la exención de la angustia de la muerte y admitido, en vida, por elección divina a contemplar las realidades celestiales.».

«EL QUE ESTÁ SENTADO EN EL TRONO»

Identificados por tanto en el plano místico-escatológico los personajes que flanquean al del medallón central del pedestal del pilar de la Puerta del Juicio Final, la clave hermenéutica para identificar a éste se deduce también de su emblemática simbólica cristiana.

Tenemos otro personaje (personificación alegórica de la Filosofía y/o Teología en el programa «exotérico») al que se ha representado sin barba para remarcar en este caso no su género sino su naturaleza celestial: no es un ser masculino ni femenino; ni siquiera es un «ser»...

Aparece sentado en un trono y con su cabeza tocada por las nubes, con melena peinada con raya al medio, raya por demás de forma triangular... Tiene como emblema más llamativo la escala de nueve peldaños. En su mano derecha sujeta dos libros, un libro abierto y un libro sellado (cerrado). En su mano izquierda porta un cetro o bastón de mando, rematado en un estróbilo (cono de pino o piña conífera), simbolizando asimismo una «vara florida» que da fruto...

Respecto del simbolismo vestimentario, vemos que este personaje central lleva por indumentaria una túnica talar y sobre ella un paludamentum. La ropa talar (llamada así por llegar hasta los talones) se usó desde antiguo (túnica, quitón, toga) y también como indumentaria en la Edad Media y hasta nuestros días como indumentaria eclesiástica y judicial, es decir, de los clérigos y los jueces. Respecto del paludamentum, era una capa de forma rectangular que se sujetaba al hombro derecho por medio de una fíbula o broche metálico, generalmente de color escarlata y utilizado por los comandantes militares romanos. A finales del siglo I, los emperadores romanos y bizantinos empezaron a utilizarlo, de color púrpura en su caso, como comandantes supremos de sus ejércitos imperiales. El hecho de que su cabeza no esté cubierta por un tocado judío (como en el caso de los «dos testigos» apocalípticos), y ni tan siquiera tocada con una corona sino por nubes, simboliza su carácter divino, pues en la emblemática tradicional cristiana las epifanías y las teofanías (manifestaciones y apariciones de Dios ante los hombres) se representan o acompañan simbólicamente con nubes (Éx. 13:21; 19:16; 33:9; 40:34-35; Nm. 9:15-23; Ez. 1:4; Lc. 9:34-35…), incluidas las teofanías escatológicas y las que se producen en el contexto de los «raptos» o «arrebatamientos» bíblicos (como los experimentados por los grandes profetas Elías y Enoc), tal como San Pablo nos recuerda:

«Porque el Señor mismo con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor.» (1Ts. 4:16-17).

Es evidente, por tanto, que los aspectos simbólicos de la vestimenta del personaje del medallón central van más allá de lo que correspondería a una mera «personificación alegórica de la Filosofía», pues alude a la sacralidad y a la alta dignidad, a la dignidad de juez, de comandante militar supremo y de divinidad… Estaría más cerca, en todo caso, de una personificación alegórica de la Teología...

A la naturaleza divina en el contexto escatológico alude también el trono, por ejemplo el del «Amén [en hebreo: «así sea»], el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios» sobre el que escribe al ángel de la iglesia en Laodicea (Ap. 3:14), que más adelante dice:

«He aquí que estoy a la puerta de tu corazón, y llamo: si alguno escuchare mi voz, y me abriere la puerta, entraré en él, y con él cenaré, y él conmigo.
»Al que venciere, le haré sentar conmigo en mi trono, así como yo fui vencedor, y me senté con mi Padre en su trono.
»El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.» (Ap. 3:21-22).

En el siguiente capítulo del libro del Apocalipsis, se habla de la adoración celestial a «Dios, sentado en su trono»:

«Después de esto miré, y he ahí que vi una puerta abierta en el cielo; y la primera voz que oí, como de trompeta, hablando conmigo, dijo: Sube acá, y te mostraré las cosas que sucederán después de estas.». (Ap. 4:1).

Se menciona una voz «como de trompeta» que invita a subir (idea de escala, de ascensión).

«Y al instante yo estaba en el Espíritu; y he aquí, un trono establecido en el cielo, y en el trono, uno sentado.». (Ap. 4:2).

«Después vi en la mano derecha del que estaba sentado en el trono, un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos.» (Ap. 5:1).

El libro sellado es el secreto de los que está por venir, la parte del libro de Daniel referente al fin de los tiempos (todo el bloque desde el capítulo 8 al capítulo 12), que el ángel dijo al profeta que debía sellar hasta el «tiempo del fin» (Dn. 12:4). Y aunque la porción de la profecía de Daniel relacionada con los últimos días fue sellada, Juan el Evangelista recibió instrucciones específicas de no sellar «las palabras de la profecía» de su libro apocalíptico, «porque el tiempo está cerca» (Ap. 22:10). De modo que para obtener una interpretación más clara de cualquier porción del libro de Daniel que sea difícil de entender, debe estudiarse cuidadosamente el libro abierto del Apocalipsis en busca de luz para disipar las tinieblas…

En la visión de Daniel, el Anciano que aparece sentado sobre un trono celestial, vestido de blanco «como la nieve, y el pelo de su cabeza como lana limpia» (Dn. 7:9), designa a Dios.

A Dios ningún hombre lo ha visto jamás (Jn: 1:18). Su aspecto es tan glorioso que ningún ser de carne y hueso podría verlo y seguir viviendo (Éx. 33:20). Por eso, los pocos escogidos a los que Dios (No-Ser) ofreció una visión del Cielo, lo «ven» bajo aspectos figurados o «imágenes mentales» creadas por la omnisciencia y omnipotencia divinas porque les infunde un respeto reverencial; es decir, no son imágenes ni aspectos «reales», sino «proyecciones psíquicas» o visiones estrictamente personales.

Los «ancianos» en la Biblia representan a los sabios, a los maestros de vida, a los pastores de las iglesias, pues la ancianidad es reserva de riquezas, de experiencias, de capacidades para captar lo esencial e importante de la vida, para aportar la luz de la verdad con la que sondear la plena dimensión espiritual, moral y teológica de la etapa terrenal. (Dt. 32:7; Eclo. 8:11; 25:7-8; Job 12:12; Sal. 44:2; Sal. 92:15-16…). No menos rica es la enseñanza sobre el ideal de vida de los ancianos en el Nuevo Testamento, donde aparecen como ejemplos de sobriedad, dignidad, buen sentido, seguridad en la fe, en el amor y en la paciencia (Lc. 2:25-32; Ti. 2:2). El «Anciano de Días» que el profeta Daniel vio «se sentó» en calidad de Juez (Dn. 7:10; 22; 26) y su ropa era blanca como la nieve, y el cabello de su cabeza era como lana limpia, es decir, blanco también, pues el vellón de la oveja o lana en su estado natural es blanca. El blanco, color de la luz, es un símbolo de justicia y pureza (Is. 1:18). Estas «imágenes mentales» garantizan en la psique humana que los juicios de Dios son justos y sabios. Él es la clase de Juez que a hombres como Daniel merece la más profunda confianza y respeto.

Sin embargo, la «imagen mental» del arquitecto Viollet-le-Duc es otra, su propia «visión metafísica» de Dios, una visión más cercana a Le Beau Dieu (El Bello Dios), como veremos más adelante...

Siguiendo con Daniel (considerado profeta por las tres religiones del tronco abrahámico: judaísmo, cristianismo e islamismo), persona de excepcional sabiduría y rectitud (Ez. 14:14-20; 28:3), y cuyo nombre en hebreo significa «Dios es mi juez» o «Juicio de Dios», es otra de las claves hermenéuticas que ofrece pistas sobre la identidad del personaje del medallón central que en su mano izquierda esgrime un cetro o bastón de mando, símbolo de la soberanía y autoridad suprema, tanto en el orden intelectual y espiritual como en la jerarquía social y celestial.

«Mientras que al Hijo le dice: Tu trono, oh Dios, subsistirá por los siglos de los siglos; Cetro de rectitud [equidad] es el cetro de tu reino» (Heb. 1:8; cf. Sal. 44:7).

Atributo del pastor en la liturgia eclesiástica, el cetro representa «el poder divino, símbolo de la fuerza creadora con su empuñadura en espiral» (Cfr. M. Centini: El simbolismo esotérico, De Vecchi, 2001). En este caso, cetro que se convierte en vara florida, emblema del sostén, defensa y guía que simboliza al Sabio, al Maestro, al Elegido, al Padre espiritual (vara florida de San José, que recuerda a los poderes milagrosos de la vara florida de Aarón, custodiada en el Arca de la Alianza junto con las Tablas de la Ley y un recipiente conteniendo el maná; Arca que simboliza el pacto entre Dios y el pueblo elegido), expresando «la autoridad que de ella dimana, y la regeneración o floración que su presencia determina en el corazón del hijo espiritual y la resurrección» (Cfr. Jean Chevalier y Alain Gheerbrant: op.cit.; p.182).

Esta vara florida da un fruto muy especial, un estróbilo o piña de pino, uno de los emblemas más misteriosos que se encuentran en el arte y la arquitectura de todos los tiempos y de muchísimas culturas. Este simbolismo alude al más alto grado de iluminación espiritual posible, alcanzable a través de un tipo de órgano secreto vestigial fotorreceptor que la tradición esotérica denomina, como ya vimos, al «tercer ojo», «ojo frontal», «ojo de la mente», «ojo pineal»…, idea que parte de la similitud morfológica de la glándula «pineal» con la piña de pino (de ahí su nombre), glándula a la que se da la siguiente definición en el Webster’s Ninth New Collegiate Dictionary (1983), de Merriam-Webster:

«Un pequeño apéndice cónico del cerebro de todos los vertebrados craniados que algunos pocos reptiles tiene la estructura esencial de un ojo, que funciona en algunas aves como parte de un sistema de medida del tiempo, y que se postula ser un vestigio del tercer ojo, un órgano endocrino o el asiento del alma...».

El concepto de «asiento del alma» está tomado de la filosofía especulativa de René Descartes (1596-1650), padre de la geometría analítica, que considera la glándula pineal desde una perspectiva dualista, como «principal asiento del alma» y también como lugar en el que se forman los pensamientos. El tema lo abordó inicialmente en su Tratado del hombre, escrito antes de 1637, pero que se publicó póstumamente, por primera vez en una traducción latina imperfecta en 1662, y luego en el original francés en 1664.

Desde un punto de vista estrictamente científico, esta pequeña glándula endocrina, epífisis cerebral o «conarium», ubicada en el epitálamo cerca del centro geométrico del cerebro, entre los dos hemisferios en una zona que pertenece al sistema límbico —el que tiene que ver con la vida instinto-afectiva del individuo—, metida en un surco donde las dos mitades del tálamo se unen, produce melatonina, una hormona derivada de la serotonina que afecta a la modulación de los patrones del sueño, regulando tanto el ritmo de los ciclos circadianos como estacionales —es decir, controla el «reloj» fisiológico del sueño—, y ayuda a restaurar el cuerpo durante el sueño profundo.

Según la polémica hipótesis del doctor en psiquiatría clínica Rick Strassman, académico e investigador de la Universidad Estatal de Nuevo México, en Estados Unidos, expuesta en su libro DMT: la molécula del espíritu (2001), la glándula pineal también juega en el cerebro humano un papel en la liberación por biosíntesis de una sustancia psicodélica denominada dimetiltriptamina (DMT), durante el llamado sueño paradójico o fase REM —de Rapid Eye Movement (Movimiento del Ojo Rápido)—, tanto cuando estamos durmiendo, como antes o cerca del momento del fallecimiento, lo que ocurre con frecuencia, según el doctor Strassman, en el fenómeno de las experiencias cercanas a la muerte (ECM) y de las experiencias místicas.

En el caso que nos ocupa, la piña de pino que Viollet-le Duc representa como fruto del cetro o vara florida de la figura de su medallón central, no sólo es la clave que invita a contemplar la iconografía desde una perspectiva visual «frontal», sino que también incide en la naturaleza divina del personaje representado, naturaleza que sólo puede ser vislumbrada a través del «tercer ojo» —acto del «despertar de la conciencia» en la tradición iniciática—. No en vano, antiguas deidades como el dios sumerio Marduk o el dios de la mitología clásica Dionisos (Baco), aparecen a menudo representados con una piña, bien en la mano o, en el caso del dios grecorromano, rematando un tirso —del latín thyrsus: vara o bastón forrada de vid o hiedra y rematada por una piña de pino, símbolo fálico que representa la fuerza vital—, expresando una especie de superioridad del dios dador y fecundador sobre la naturaleza y sus fuerzas elementales. Del culto mistérico que los órficos consagraban a Dionisos, en el que éste resucitaba tras ser devorado por los titanes, proviene la idea que asocia la piña de pino a la inmortalidad y la eternidad. Del mismo modo, del arte de los «animales antitéticos» —animales iguales enfrentados— asociado con el simbolismo de la piña de pino, que observamos por ejemplo en la vara de Osiris (antiguo Egipto, s. XIII a.C.), que cuenta con dos cobras antitéticas [FIG. 17], o la gigantesca piña de bronce de unos cuatro metros de altura que se encuentra sobre la doble escalera monumental de uno de los patios interiores de los Museos Vaticanos, el llamado Patio de la Piña (Cortile della Pigna), que cuenta con dos pavos reales tenantes antitéticos [FIG. 18], emblemas en este contexto cristiano relacionados con la Virgen María y las delicias del Paraíso, así como símbolo solar de la resurrección de Cristo porque en primavera, tiempo de Pascua, el ave cambia totalmente de plumaje. En general, las representaciones de pavos reales en el arte cristiano muestran al ave bebiendo de un cáliz o de una fuente (Fuente de la Vida), simbolizando un renacimiento espiritual asociado con el bautismo y con la eternidad del alma.


Fig. 17.- Vara de Osiris (antiguo Egipto, s.XIII a.C.), con una piña y dos cobras antitéticas.

Fig. 18.- Piña de bronce en uno de los patios interiores de los Museos Vaticanos, el llamado Patio de la Piña (Cortile della Pigna).

Esta enorme escultura de la piña de pino vaticana, datada en el siglo II, fue encontrada durante unos trabajos medievales realizados en los restos de una cámara de las Termas de Agripa, en el viejo sector del Campo de Marte. La pieza, que según parece provenía originalmente del desaparecido Iseum de Isis, lleva una inscripción en su base que lo identifica como obra de Publio Cincio Savio, suponiéndose que pudo haber sido creada para formar la parte central de una gran fuente de aguas en el santuario que los antiguos romanos dedicaron a la citada diosa grecolatina (y egipcia). Este detalle es de sumo interés, por cuanto vemos la relación primigenia del simbolismo de la piña de pino con tradiciones del antiguo Egipto. Alain Ponttopidan y Lionel Hignard, autores de El pino piñonero (Akal, 1998), aluden a una leyenda cristiana, relativamente reciente, que menciona que «un pino piñonero habría escondido a la Sagrada Familia durante su huida a Egipto.».

Lo cierto es que el emblema de la piña de pino está presente en la iconografía cristiana, no sólo como vemos en el caso de la de la escultura romana reutilizada en los patios interiores de los Museos Vaticanos, sino que se encuentra en numerosas esculturas de baptisterios, en los capiteles de las columnas y en la decoración de púlpitos.

La piña cerrada que tienen en la mano algunas vírgenes romanas es más bien símbolo de virginidad y castidad, a pesar de que continúe ligada al antiguo simbolismo de las diosas-madres y de los dioses de la fertilidad que representan promesa de fecundidad, de energía vital y de superioridad sobre las fuerzas elementales de la naturaleza. Un claro ejemplo de este simbolismo, en el que aparece por demás asociado al «tercer ojo» u «ojo de la mente», lo tenemos en España en el maravilloso templo de Santa María de Eunate, Navarra, donde un capitel muestra iconografía de bestiario con elementos vegetales (entre ellos varias piñas) y, en medio, una cabeza humana a la que se le practicó un agujero en mitad de la frente [FIG. 19]. Pues bien, la unión de este «ojo de la mente» con los dos órganos visuales —«tres ojos»— conforma un triángulo equilátero.



Fig. 19.- Capitel con piñas y cabeza humana con agujero en mitad de la frente, símbolo del «ojo de la mente» o «tercer ojo». Ermita de Santa María de Eunate, Navarra, España.

Cabe en este punto indicar que, como todas las prácticas de adorno del cuerpo humano —la vestimenta, el uso de joyas y otros ornamentos, etc.—, las del arreglo del pelo, los peinados y el uso de tocados tienen como propósito fundamental añadir una dimensión simbólica que busca dotarlo de un significado específico adicional. Estas connotaciones simbólicas son particularmente relevantes en el caso de los tocados, por estar asociados a uno de los componentes esenciales del ser humano, la cabeza. En el caso de la figura del medallón central ya hemos visto que el «tocado» son las nubes y las implicaciones simbólicas que esto representa en el orden divino. Mas el peinado de la larga cabellera como de «lana limpia», con una raya al medio en forma triangular, tiene su razón de ser; no en vano, el peinado desde antiguo ha tenido una profunda relación con su portador, simbolizando su estatus, condición o intenciones. Los peinados con la raya al medio, por ejemplo, simbolizaban el estrato social más elevado. En este caso, que la raya en vez de rectilínea sea triangular, marcando más que el pelo el imaginario trazo del vértice superior de un triángulo áureo que toca las nubes y cuyos vértices inferiores parten de las remarcadas pupilas de los ojos, incide en el simbolismo de la geometrización del rostro divino [FIG. 20].



Fig. 20.- Uniendo las nubes con las pupilas de los ojos a través de la raya triangular del peinado se forma un triángulo áureo.

El triángulo áureo, también llamado perfecto o sublime, es como se denomina al triángulo isósceles formado por un lado de un pentágono regular y dos de sus diagonales. Este triángulo es la clave de la geometría que está en la base de la sección áurea o «divina proporción», cuyo ángulo superior tiene 36º y los dos ángulos de la base 72º cada uno. El 36 tiene una gran significación, pues es un número que se encuentra en infinidad de conceptos matemáticos, esotéricos y religiosos (sea él o derivados de él, como su reducción numerológica: 3 + 6 = 9). Igualmente, la reducción numerológica de 72 es 9 (7 + 2 = 9).

En algunas representaciones abstractas, Dios se simboliza como un triángulo con un ojo dentro —el «ojo que todo lo ve» u «ojo omnisciente»—. En algunas de estas representaciones, como es el caso del emblema trinitario llamado Scutum fidei (Escudo de la Fe), el «ojo» es un círculo que representa al propio Dios como unidad consustancial de la Trinidad.

«Los cuerpos geométricos los contemplamos sólo con los ojos del intelecto: "geometrica corpora solo animo consideramus", dice el Eriúgena. Lo cual hace comprender el porqué de la geometrización de las facciones del rostro divino y de su aspecto sensible: lo geométrico está diseñado para ser percibido de modo sobrenatural o, al menos, inmaterial. Lo mismo ocurre con el rostro, impresionante, del Pantocrátor del llamado baldaquino de Ribes.» (Alfons Puigarnau i Torrelló: Imago Dei y Lux mundi en el siglo XII: la recepción de la teología de la luz en la iconografía del Pantocrátor en Cataluña. Tesis doctoral, Universidad Pompeu Fabra, 1999; pág. 193).

LA ESCALA DE LA EVALUACIÓN DE DIOS

El emblema que definitivamente identifica la figura del medallón central y la sitúa en su contexto escatológico, es la escala de nueve peldaños.

La escala es el símbolo ascensional y de valuación por excelencia. El paso de la tierra al cielo se hace por una sucesión de estados espirituales, cuya jerarquía marcan los escalones. En la Biblia se presenta con sentido simbólico y los peldaños de la escala que enlaza la tierra y el cielo son empleados constantemente por los padres de la Iglesia y los místicos de la Edad Media en su forma simbólica.

Daría para un ensayo entero mencionar toda la profusa literatura y nociones de la escala que aparecen en los textos bíblicos y en la Tradición Patrística, desde los salmos graduales llamados «Cánticos de los peldaños» en el Salterio, hasta el tratado ascético de La escalera del divino ascenso (Scala Paradisi o Gradus ad Parnassum) de San Juan Clímaco (Ioannus Climacus —del griego: klimax, que significa «escalera»—), pasando por San Simeón el Nuevo Teólogo o San Isaac el Sirio… Dependiendo del número de peldaños (tres, siete, nueve, diez, doce, quince...), en la emblemática cristiana la escala mística alude a muy diversos simbolismos (escalera de Jacob, peldaños del templo de Ezequiel, peldaños del trono de Salomón, escala de las virtudes…). Partiendo de este rico y armonioso legado, los autores de la Edad Media, de San Bernardo de Claraval a los beatos Guillermo de Saint-Thierry o, como ya hemos visto, Ramon Llull, van a construir sus diferentes interpretaciones de la escala mística que enlaza tierra y cielo (Scala Coeli, Scala intellectus, Scala Dei…), cuya ascensión se ofrece al alma en la medida de su deseo, de su conocimiento y de su amor.

El deseo sitúa al adepto al pie de la escala, y el conocimiento como camino hacia Dios, por medio del «ojo del intelecto», permite el ascenso de los siete primeros peldaños.

Finalmente, y como ya se vio al principio de esta interpretación simbólica al hablar de las «claves alquímicas» dejadas por Fulcanelli, y más concretamente la del «jeroglífico de la paciencia», llegamos a la última de las etapas de las postrimerías, cuando Dios, por amor, quiso librar a sus siervos (los que creyeron en Cristo) de la hora de prueba que vendrá sobre el mundo entero, conforme a su promesa:

«Por cuanto has guardado la palabra de mi paciencia, yo también te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo entero, para probar a los que moran sobre la tierra.» (Ap. 3:10).

Es decir, sólo el amor en una doble dirección o sentido —amor de Dios, que se expresa por su gracia, y amor hacia Dios, que se expresa por obediencia a su voluntad—, permite culminar el ascenso de la que, en su más alto grado, es escala hacia la gloria eterna de Dios (Sal. 73:24).

«Y oí el número de los que fueron sellados: ciento cuarenta y cuatro mil de todas las tribus de Israel. […] »Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos.» (Ap. 7:4; 7:9).

En el libro del Apocalipsis se dice que 144.000 «hombres vírgenes» escogidos de entre las tribus de Israel (Ap. 14:3-4), más una gran multitud de todas las naciones (hombres y mujeres), ascenderán juntos al cielo, así como Enoc ascendió antes de la destrucción del mundo por el diluvio universal. Estos siervos elegidos, suma de los «verdaderos israelitas» (ya veremos la razón de índole profética por la que son hombres vírgenes) y de los conversos de las naciones gentiles que representan a la Iglesia cual cuerpo de Cristo, también serán traspuestos de la tierra antes de la destrucción del mundo durante la gran tribulación.

«Después de esto vi a cuatro ángeles en los cuatro ángulos de la tierra. Estaban allí de pie, deteniendo los cuatro vientos para que estos no se desataran sobre la tierra, el mar y los árboles. Vi también a otro ángel que venía del oriente con el sello del Dios vivo. Gritó con voz potente a los cuatro ángeles a quienes se les había permitido hacer daño a la tierra y al mar: "¡No hagan daño ni a la tierra, ni al mar ni a los árboles, hasta que hayamos puesto un sello en la frente de los siervos de nuestro Dios!» (Ap. 7:1-3).

En el lenguaje profético, «vientos» representan «guerras» (Jer. 25:32; Dn. 7:1-2).

Así que los 144.000 israelitas y la gran multitud de todas las naciones fueron señalados durante un tiempo en que no hubo violencia ni guerras sobre la tierra. Estos siervos escogidos serán los redimidos porque, como Natanael (uno de los primeros discípulos de Cristo), el «verdadero israelita, en quien no hay engaño» (Jn. 1:47), «en sus bocas no ha sido hallado engaño; porque ellos son sin mácula delante del trono de Dios.» (Ap. 14:5).

Vemos, por un lado, que el trono que se yergue en el cielo del Apocalipsis es la manifestación de la gloria divina en el fin de los tiempos.

Por otra parte, es importante tener presente el elogio que Cristo hizo de Natanael, pues expresa lo que el Señor quiere encontrar en los hombres para hacerlos sus discípulos y constituir el Nuevo Israel.

«El sentido de las palabras de Cristo es: He aquí un hombre digno de llamarse Israel, que hace honor a su nombre de israelita, enteramente fiel al Señor y a su Alianza (Is. 44:5-7), en cuya conducta y palabras no hay resto alguno de infidelidad religiosa (Sof. 3:13), capaz de ver y conocer a Dios en Cristo. Hay por ventura aquí una alusión a la distinción entre judío e israelita, caracterizando la diversa actitud de los compatriotas de Jesús frente a su mensaje de salvación.» (J. Prado González: Gran Enciclopedia Rialp: «Natanael», 1991).

E importante es igualmente tener en cuenta que la condición de judío es heredada de la línea materna, por la que se hacen carne (en hebreo: basar; en griego: sarx), tradición que fue impuesta por los sabios de la Mishná —cuerpo exegético de leyes judías compiladas— y luego por los JAZAL —acronismo de «los sabios, de bendita memoria»— del Talmud en los siglos I-IV de la era cristiana. Sin embargo, la descendencia del Israel espiritual o «Israel de Dios» (Gál. 6:16) viene dada por el Hijo.

«En adelante los judíos son rechazados de la elección, en provecho de un pueblo nuevo, el grupo de los discípulos que, a imagen de Natanael, sabe reconocer que Jesús es el Hijo de Dios, Rey de Israel (Jn. 1:49). Judío marcaba la descendencia carnal; Israel la descendencia espiritual. Los que rehúsan ver la Gloria de Cristo permanecen judíos, no son más que judíos, dejan de ser Israel.» [Marie-Émile Boismard: Du Baptéme á Cana (Jean 1,19-2,11), París, 1956].

La Biblia dice que «por la fe Enoc fue traspuesto para no ver muerte, y no fue hallado, porque lo traspuso Dios; y antes que fuese traspuesto, tuvo testimonio de haber agradado a Dios» (Heb. 11:5). Vemos, por tanto, como Dios llama a que sus siervos tengan una fe, un comportamiento y una comunión como esa, para alcanzar una santidad como la de Enoc. Porque así deberá ser la santidad de aquellos que serán redimidos de entre los hombres, en la segunda venida del Cordero.

«Y miré, y he aquí, el Cordero estaba sobre el monte de Sión, y con él ciento cuarenta y cuatro mil, que tenían el nombre de su Padre escrito en sus frentes.» (Ap. 14:1).

Dios muestra en el caso de Adán que «la paga del pecado es muerte», pero con Enoc demuestra que «la dádiva de Dios es vida eterna» (Rom. 6:23). Entonces, con las trasposiciones en vida de Enoc y de Elías muestra que, aunque el pecado separa al hombre de Dios, hay un camino para evitar esa separación; y el hombre puede volver a Dios a través de ese camino. ¿Cuál es ese camino al cielo?

«Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por mí.» (Jn. 14:6).

Vemos, por tanto, la analogía entre el «camino» que Cristo representa y el simbolismo de la «escalera» que conduce al cielo (scala Coeli).

Por de pronto, por ser el nueve el último de la serie de las cifras, anuncia a la vez una terminación y un nuevo comienzo, es decir, expresa el fin de un ciclo y la transposición a un nuevo plano. Se encontraría aquí la idea de nuevo nacimiento y germinación, al mismo tiempo que la de muerte [Jesús es crucificado en la tercera hora, comienza su agonía en la sexta (crepúsculo) y expira a la novena (la Hora Nona)]; ideas cuya existencia se constata en varias culturas a propósito de los valores simbólicos de este número. Último número del universo manifestado, el nueve abre la fase de las transmutaciones, de ahí que Fulcanelli aludiese a la figura como una «alegoría de la Alquimia». En los escritos homéricos este número tiene un valor ritual. Como decimos, el simbolismo del nueve está presente en muchas culturas, con ideas análogas dada su condición de último de la serie de cifras, lo que le confiere, de acuerdo con la antigua representación numérica, el sentido de «mucho», de «largo» (en el panteón griego, el castigo de los dioses perjuros consiste en permanecer nueve años completos lejos del Olimpo; Deméter, diosa que personifica la tierra, recorre el mundo durante nueve días en busca de su hija Perséfone; Troya es conquistada después de nueve años de asedio…), pero también de paso a algo «nuevo» (en el orden humano, el número nueve es el de los meses necesarios para la gestación; el cinabrio alquímico, empleado por los alquimistas medievales para elaborar un elixir de longevidad, sólo es potable a la novena transmutación… (Cfr. Jean Chevalier y Alain Gheerbrant: op.cit.; pág. 762). Cabe también adscribir a esta asociación simbólica del «nueve > nuevo» [etimológicamente «nueve» deriva de novem, palabra latina que se asocia con la raíz indoeuropea newn, y «nuevo» deriva del acusativo novum, palabra latina que se asocia con la raíz indoeuropea newo] el novedoso ideal de la milicia religiosa o del monje-soldado, gestado por nueve caballeros en Jerusalén tras la Primera Cruzada, que nueve años después de su fundación, en el llamado Concilio de Troyes de 1129, recibe su reconocimiento canónico y su regla primitiva de vida…

Para los platónicos de Alejandría, la Trinidad divina primordial se subdivide en tres, formando los nueve principios. Voluntariamente, la arquitectura cristiana procura expresar el número nueve. (Cfr. Dr. René Allendy: Le Symbolisme des nombres. Essai d'Arithmosophie, Librairie générale des sciences occultes/Bibliothèque Chacornac, París, 1921).

El gran poeta griego del siglo VI a.C., Hesíodo, menciona frecuentemente en su Teogonía el número nueve, como constitutivo del mundo. Nueve días y nueve noches son la medida del tiempo que separa el cielo de la tierra y ésta del infierno.

Según el «Corpus Areopagitum», el nueve es el número de las jerarquías angélicas (nueve coros o tres tríadas), por tanto del cielo, y también de los círculos infernales, ya que hay cierta relación de simetría inversa entre los cielos y los infiernos.

Cada mundo (cielo, tierra e infierno) está simbolizado por un triángulo, una cifra ternaria; la Ciudad Celestial desciende del «cielo de Dios» (Ap. 21:9-11), que es el «tercer cielo» (2Cor.12:2). Nueve es, por tanto, la totalidad de los tres mundos.

Por su parte, la idea del nueve como número del cielo concebida por Dante fue compartida por muchos otros iniciados. La división general de su Divina Comedia es ternaria, y puesto que nueve es el cuadrado de tres, se podría considerar el poema un triple ternario. Para Dante, el nueve es además el número de Beatriz, como puede observarse en su Vita Nuova, y Beatriz en sí misma es el símbolo del amor.

Por otra parte, tenemos la derivada matemática. Esta ciencia estudia las propiedades y relaciones entre entidades abstractas como números, figuras geométricas o símbolos, siendo la expresión inteligente de toda base científica y mágica de los hombres. Sin números no es posible entender el universo y las ciencias, ya que toda concepción inteligente y ordenada está dada por ellos, siendo el lenguaje universal que podemos comprender todas las inteligencias del mundo; no en vano, el mundo arquetípico es perfecto y numérico. En definitiva, los números encierran todo lo mágico y misterioso de la Creación.

La raíz digital de un número compuesto de varias cifras se obtiene sumando todas las cifras y luego todas las cifras de la suma, continuando hasta lograr un número de una sola cifra.

La numerología, como conjunto de creencias o tradiciones que pretende establecer una relación mística entre los números, los seres vivos y las fuerzas físicas o espirituales, opera de esta forma para obtener la raíz digital de los números. En las escuelas de numerología que utilizan el sistema numérico decimal, como la pitagórica y la cabalística, las raíces digitales son los números naturales del 1 al 9 (la «Teoría de Números», derivada de la antigua aritmética griega de Diofanto, padre de la álgebra maestral del siglo III, no considera al 0 un número natural).

Realizando una reducción o simplificación numérica de todas las cifras que componen el número de elegidos especificado en el fin de los tiempos (144.000), tenemos que su raíz digital es nueve:

1 + 4 + 4 = 9

Observamos, por tanto, que un número tan preciso como el de 144.000 siervos israelitas de Dios no es en modo alguno casual, pues se les señala aparte del resto de elegidos porque «la salvación viene de los judíos» (Jn. 4:22); primero, porque Dios se manifestó primeramente al pueblo judío (su pueblo elegido de entre todas las naciones del mundo); segundo, porque Dios entregó las Tablas de la Ley y los Diez Mandamientos a los judíos; tercero, porque del seno del judaísmo surgen las Profecías Mesiánicas de la Tanaj (Antiguo Testamento); cuarto, porque Jesús el Mesías (del hebreo Masiah, «Ungido») y Salvador (del griego Soter, «salvador», que a su vez es la traducción del hebreo Y'shua, «Dios salva» o «Dios es salvación») nació y vivió en la antigua nación de los israelitas, siendo del linaje de David, rey de Judá, según la carne (sarx) (cf. Rm. 1:3). En la Biblia, el término «salvación» transmite la idea de librar de un peligro o de la muerte (Éx. 14:13; Hch. 27:20), significando igualmente la «liberación del pecado» (Mt. 1:21), pues siendo el pecado la causa de la muerte, aquellos que son liberados (salvados) del pecado, tienen esperanza de «vida eterna» (Jn. 3:16-17). Tenemos, por consiguiente, que en numerología bíblica el nueve representa juicio o algo completado, y es también el número pneumatológico y soteriológico por excelencia: hay nueve frutos del Espíritu Santo, lo que representa a un cristiano completo (Gál. 5:22) y el Salvatore, nombre de nueve letras que los primeros cristianos asumieron como traducción de Jesús, muere en la hora novena (Mt. 27:46).

Como tampoco es casualidad que sobre la serie o conjunto iconográfico del medallón con la figura de Dios del parteluz de la Puerta del Juicio Final de la Catedral de Notre-Dame, figure otra de las claves hermenéuticas plasmadas por el arquitecto restaurador: un conjunto iconográfico compuesto por cinco figuras de varones con filacterias, situados cada uno de ellos bajo arcos góticos de tres lóbulos soportados por columnas, y que podrían interpretarse como representación de los cinco Profetas Mayores (Isaías, Jeremías, Baruc, Ezequiel y Daniel), de no ser por varios detalles emblemáticos que descartan esta hipótesis…

Vemos, para empezar, que los nimbos o aureolas que rodean sus cabezas son circulares. Los patriarcas y profetas del Antiguo Testamento se suelen representar sin nimbos o con nimbos poligonales, iconografía que perduró durante toda la Edad Media, pues la Iglesia reserva el uso del nimbo circular para los ángeles y los santos reconocidos. En segundo término, vemos que las filacterias (en hebreo: Tefilín), no son las propias de la tradición judaica, sino las características cintas con las que en ocasiones se representan a los apóstoles, mostrándolas ostensiblemente al espectador a la par que le señalan párrafos concretos de los textos allí copiados. Sólo una figura (la segunda empezando por la izquierda a vista de observador) adopta una actitud diferente: no sujeta la filacteria con ambas manos, sino sólo con la izquierda, llevándose la mano derecha a la altura del corazón para cerrar su túnica y cubrir con ella el brazo con el que sujeta la filacteria...

En realidad, las figuras representadas son los cinco Primeros Discípulos (Jn. 1:35-51) [FIG. 21], núcleo primigenio del Colegio Apostólico, serie iconográfica con la que Viollet-le-Duc ofrece diversas claves simbológicas.

Estos primeros cinco discípulos fueron Andrés, conocido en la Iglesia ortodoxa como «Protocletos» (El Primer Llamado), que había sido discípulo del precursor del Mesías, Juan el Bautista (Jn. 1:40). Junto con Andrés, había otro discípulo de Juan el Bautista que se hizo discípulo de Jesús, cuyo nombre no se menciona aunque no puede ser otro que Juan el Evangelista, pues el episodio se relata en su Evangelio (Jn. 1:35-40), amén de que quien fuera asimismo autor del libro del Apocalipsis siempre omitía su nombre y se refería a sí mismo como «el otro discípulo» y como el discípulo «a quien amaba Jesús» (Jn. 20:2-4…). Simón Pedro, hermano menor de Andrés y pescador como éste, fue otro de los primeros discípulos, «fruto de la predicación». Dos amigos de Andrés y Pedro conforman el discipulado inicial, Felipe, el que durante la Última Cena pidió al Señor que les mostrara al Padre eterno (Jn. 14:8), dándole la oportunidad a Jesús de instruir a sus discípulos sobre la unidad del Padre y del Hijo; y Natanael, que ya había sido visto por Cristo «debajo de la higuera» —conoce su alma— antes de ser llamado por Felipe para que viera, dado su escepticismo inicial respecto de que de Nazaret pudiera salir algo bueno —«ven y ve», le dijo su amigo Felipe (Jn. 1:46)—.

En este conjunto iconográfico, San Juan Evangelista sería precisamente la figura que sujeta su filacteria con una sola mano (la izquierda), llevándose la derecha a la altura del corazón para cubrir con su túnica el brazo con el que sujeta la filacteria [FIG. 22], simbolizando con este gesto la discreción que caracterizaba al «discípulo amado». No representa al joven imberbe Juan, sino al ya maduro conocido como Juan el Teólogo, Juan el Presbítero, Juan el Anciano y el Apokaleta, el Juan desterrado en la isla griega de Patmos «a causa de la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo» (Ap 1:9), cuando comenzó a recibir «la revelación de Jesucristo, que Dios le dio, para manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto» (Ap 1:1).

 


Fig. 21.- Serie iconográfica representando a los cinco Primeros Discípulos.

Sobre este conjunto iconográfico y como figura destacada bajo un doselete, una gran escultura de Le Beau Dieu (El Bello Dios) [FIG. 23], un Cristo humanizado que se representa por primera vez en 1230 en la Catedral de Amiens. Aunque Le Beau Dieu suplantara al Pantocrátor, tienen detalles en común bastante evidentes: en la mano izquierda, el «Libro de la Vida», símbolo de los decretos divinos, y la mano derecha bendiciendo. No es tampoco casualidad que Viollet-le-Duc eligiera esta imagen del Cristo Juez...


Fig. 22.- Representación de San Juan Evangelista como Apokaleta.

Fig. 23.- «Le Beau Dieu» como figura central de la Puerta del Juicio Final.

La presencia de los cinco Primeros Discípulos se justifica por las claves hermenéuticas que aportan: Juan, como autor del Libro de las Revelaciones o Apocalipsis; Andrés, porque constituye la continuidad del discipulado mesiánico, al seguir primero a Juan el Bautista y luego a Jesús; Simón Pedro, la «Roca», por señalar en sus epístolas a la verdadera «Piedra Angular» de la Iglesia que es Jesucristo; Felipe, por ser el discípulo que anuncia haber encontrado a aquel de quien habían escrito Moisés y los profetas (en referencia al Mesías); y Natanael, porque remite a la profecía que Jesús pronunció cuando reconoció su filiación divina.

«¿Por qué te dije: "Te vi debajo de la higuera", crees? Cosas mayores que éstas has de ver.
»En verdad, en verdad os digo: De aquí en adelante veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre» (Jn. 1:50-51).

Esta profecía resume lo que Natanael y el resto de discípulos han de contemplar durante su convivencia con Cristo: la comunicación del cielo y de la tierra en forma parecida a la visión de la escala de Jacob (Gn. 28:11-13), manifestada en los milagros y en la exaltación de Cristo, «signo» en el cual el verdadero israelita ve a Dios. De hecho, sabemos que bajaron los ángeles en Belén, en el desierto, en la agonía, en la resurrección y en la ascensión.

La propia higuera es un símbolo profético que remite al Israel que murió como pueblo elegido (Jer. 8:12-13), de ahí que Cristo maldijera a una higuera para que nunca más de ella naciera fruto (Mt. 21-19-20). Mas el propio Cristo profetizó que el renacimiento de la higuera seca y muchas otras señales que se dieran simultáneamente anunciarían la proximidad de su retorno:

«De la higuera aprended la parábola: Cuando ya su rama está tierna, y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca.
»Así también vosotros, cuando veáis todas estas cosas, conoced que está cerca, a las puertas.» (Mt. 24:32-33).

Por esta razón, los 144.000 escogidos israelitas son hombres vírgenes («ramas tiernas», que no han tenido tiempo de «contaminarse» con el pecado de la carne), pues representan el cumplimiento de la profecía de los últimos días.

Natanael (nombre hebreo que significa «Dios ha dado», refiriéndose al don de la natalidad, al regalo del nuevo hijo) se identifica por los exégetas con el apóstol Bartolomé (no mencionado en el Evangelio de Juan), que no es un nombre propiamente dicho, sino un patronímico arameo que signica bar-Tôlmay, hijo de Tôlmay, es decir, hijo de Ptolomeo, lo que haría a este enigmático discípulo descendiente de la Dinastía Ptolemaica fundada por Ptolomeo I Sóter, general de Alejandro Magno; dinastía que gobernó en Egipto durante el período helenístico desde la muerte de Alejandro hasta el año 30 a.C., en que se convirtió en provincia romana.

Jesucristo es llamado «Padre eterno» y «Dios fuerte» proféticamente (Is. 9:6). Él «vive en unión íntima con el Padre» (Jn. 1:18). La unidad del Padre y el Hijo se pone de manifiesto a lo largo de todo el Nuevo Testamento, y este concepto culmina en el Apocalipsis con la perfecta unidad entre «Dios y el Cordero» (Ap. 7:10; 7:17; 14:1; 14:4; 21:22-23; 22:1): un solo trono, una sola adoración, una sola cara y un solo nombre...

«Y no habrá más maldición. El trono de Dios y del Cordero estará en ella, sus siervos lo servirán, verán su rostro y su nombre estará en sus frentes. Allí no habrá más noche; y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque Dios el Señor los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos.» (Ap. 22-3-5).

Porque el Padre ama al Hijo y ha entregado todas las cosas en su mano (Jn. 3:35), el simbolismo que en la Puerta del Juicio Final de la Catedral de Notre-Dame se representa es, en suma, el protagonismo que Dios da a la Persona del Hijo como Juez Supremo en el final de los tiempos.

«Ni el Padre juzga visiblemente a nadie: sino que todo el poder de juzgar le dio al Hijo, con el fin de que todos honren al Hijo, de la manera que honran al Padre: que quien al Hijo no honra, tampoco honra al Padre que le ha enviado. En verdad, en verdad os digo que quien escucha mi palabra, y cree en Aquel que me ha enviado, tiene la vida eterna, y no ocurre en sentencia de condenación, sino que ha pasado ya de muerte a vida. En verdad, en verdad os digo que viene tiempo, y estamos ya en él, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios: y aquellos que le escucharen revivirán [resurrección espiritual de las almas, tal como explica San Agustín]. Porque así como el Padre tiene en Sí mismo la vida: así también ha dado al Hijo el tener la vida en Sí mismo. Y le ha dado potestad de juzgar, en cuanto es Hijo del Hombre.» (Jn. 5:22-27).

Es decir, la imagen de Dios sosteniendo la escala de nueve peldaños es el Dios que evalúa las almas de los elegidos, el Dios del «arrebatamiento» o «rapto» de los siervos sin mácula —la Iglesia de los últimos días, la de los fieles que han guardado la «Palabra de Verdad» (Jn. 8:31-32), el «Evangelio de la Salvación» (Ef. 1:13)—. Su papel no es el de Juez que juzga a vivos y muertos, atribución reservada en su segunda venida al Hijo, al que confiere la potestad de abrir el libro sellado, «Libro de la Vida» que abre el «león de Judá» (cf. Gn. 49:9) para redimir a los salvos del Juicio Final, tal como se explica en los nueve primeros versículos del capítulo cinco del libro del Apocalipsis:

«Después vi en la mano derecha del que estaba sentado en el trono, un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos. Al mismo tiempo vi a un ángel fuerte y poderoso que pregonaba a gran voz: ¿Quién es digno de abrir el libro y desatar sus sellos? Y ninguno, ni en el cielo, ni en la tierra, ni debajo de la tierra, podía abrir el libro, ni aun mirarlo. Y yo me deshacía en lágrimas, porque nadie se halló que fuese digno de abrir el libro, ni de leerlo, ni de mirarlo. Entonces uno de los ancianos me dijo: No llores, he aquí que el león de la tribu de Judá, la estirpe de David, ha vencido para abrir el libro y desatar sus siete sellos. »Y miré, y vi que en medio del trono y de los cuatro seres vivientes, y en medio de los ancianos, estaba un Cordero como inmolado, el cual tenía siete cuernos, esto es, un poder inmenso, y siete ojos que son los siete Espíritus de Dios despachados a toda la tierra. El cual vino y recibió el libro de la mano derecha de Aquel que estaba sentado en el trono. »Y cuando hubo abierto el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron ante el Cordero; teniendo todos cítaras, y copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones de los santos; y cantaban un cántico nuevo, diciendo: Digno eres, Señor, de recibir el libro y de abrir sus sellos, porque Tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has rescatado para Dios de todos los linajes, y lenguas, y pueblos, y naciones… (Ap. 5:9).

Comprendemos, finalmente, el sentido de la «lectura filosofal» que hizo Fulcanelli señalando al «jeroglífico» de la «paciencia» realizado por su amigo el compagnon Viollet-le-Duc, y definiendo a la divina figura del medallón como una «alegoría de la Alquimia», pues, del mismo modo que la Divina Comedia de Dante reproduce bajo un soporte literario gradual el proceso mismo de la iniciación, llamado «Gran Obra» en términos alquímicos, obras arquitectónicas como la de Notre-Dame de París reproducen el mismo proceso bajo el soporte de conjuntos simbólicos iconográficos como etapas visuales del rito de paso.

Ya en el conjunto de estatuas de los apóstoles que rodean la nueva flecha proyectada por Viollet-le-Duc, vimos que dos se representaban con particularidades. Una de ellas es la de San Juan Evangelista, que en lugar de representarse con una figura antropomorfa como todos los demás apóstoles, aparece como águila, su emblema en el bestiario del tetramorfos, pista que señala a la fuente (libro del Apocalipsis) en la que se encuentra la clave hermenéutica con la que descifrar el jeroglífico realizado por Viollet-le-Duc.

Por otra parte, cuando Viollet-le-Duc utiliza su propia imagen para representar a Santo Tomás, llamado también Judas Tomás Dídimo, está dando también otra pista: si su imagen personal sirve para representar a un apóstol, la imagen de Dios es también «su imagen», en este caso su «imagen mental», tal como él «ve» a Dios. Y del mismo modo que la imagen del Dios de Daniel era la de un anciano, porque esa imagen era la que más reverencia y confianza inspiraba al profeta veterotestamentario, la imagen del Dios de Viollet-le-Duc es la de un Dios bello, humanizado y suprahumano a la vez, sin género (o quizás inspirado en la imagen de su propia madre, fallecida el 2 de junio de 1832), una imagen celestial en el más amplio sentido de la palabra, sin adornos superfluos, con los meros atributos que simbolizan su divinidad; un Dios que trabaja en unión con el Hijo, limitándose a evaluar las almas en el día del Juicio Final y dando al Hijo la prerrogativa de ser el Juez Supremo... Por ello, también la imagen de su Cristo como Juez no es la imagen severa y temible del Pantocrátor, y de ahí que la sustituyera por «su imagen» del Cristo Juez: Le Beau Dieu (El Bello Dios), tal cual lo había visto en la Catedral de Amiens.

Del mismo modo, los profetas Elías y Enoc también son representados como seres celestiales, a imagen y semejanza de Dios, despojados de todo ornamento y atributo estético mundano [incluidas las barbas completas que la Torah preceptúa llevar a todo varón judío (Lv. 19:27)], pues estos «son los que vienen de la gran tribulación, y han lavado sus luengas ropas, y las han blanqueado en la sangre del Cordero.» (Ap. 7:14).

Respecto de las razones que llevaron a Viollet-le-Duc a elegir al apóstol Tomás para representarlo con su propia imagen, tenemos por un lado el guiño que como arquitecto hace al santo patrono de los arquitectos y constructores (también de los jueces y los teólogos), amén de una serie de rasgos de personalidad con los que seguramente se indentificaba. El hecho de que Viollet-le-Duc llegara a ser inspector general diocesano denota un importante conocimiento de la doctrina cristiana, del mismo modo que la reacción provocada en el clero francés tras declararse librepensador, lo que le obligó a dimitir de todos sus cargos «eclesiásticos», incluidos los de arquitecto de las catedrales de Amiens, Clermont, Reims y París, evidencia un espíritu libre y una fuerte personalidad, contradictoria y por momentos conflictiva. Gran amigo de Napoleón III, compartía con éste su filosofía política: una mezcla de romanticismo, de liberalismo autoritario y de socialismo utópico, sin menoscabo de la defensa del tradicionalismo y de la civilización católica. La expresión «Tomás, llamado el Dídimo» (Jn. 20:24), cuyos nombres en arameo (Tau'ma) y en griego (Dídumos) significan «gemelo», es una tautología que elude mencionar el nombre real del personaje... Es el apóstol de admirable valor «que dijo a los demás: Vayamos también nosotros y muramos con Él» (Jn. 11:16); el apóstol que en la Última Cena pregunta: «Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino?» (Jn. 14:5), a lo que Jesús replica: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto» (Jn. 14:5-7); y es también el apóstol que hizo la bellísima confesión de fe: «Señor mío y Dios mío», después de que Jesús, ante su incredulidad tras aparecerse resucitado a los discípulos a los ocho días, lo invitara a mirar las llagas de sus manos y a meter su mano en la llaga de su costado (Jn. 20:27). Pesimista y duditativo por naturaleza, Tomás quería estar seguro de su fe, mas cuando se convencía de sus creencias las seguía hasta el final, con todas sus consecuencias. Por eso, valeroso como era, fue a propagar el Evangelio, hasta terminar muriendo martirizado por proclamar su fe en Jesucristo resucitado. Preciosas dudas de Tomás que obtuvieron de Jesús aquella bella noticia: «Dichosos serán los que crean sin ver» (Jn. 20:29).

 

 

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