DELEGACIÓN PROVINCIAL DE MURCIA


«ÁNGELES DE LA CRUZ»


 

NOMEN

  • Ángeles de la Cruz

    (Notas de Antonio Galera Gracia - Historiador, teólogo y escritor).


    Trabajando en la Huerta. Miniatura Medieval. Siglo XII

    El Reino de Murcia en época Medieval

    En la Edad Media, el Reino de Murcia, quizás por su despoblamiento, fue bastante diferente del resto de reinos y regiones españolas. En todos los pueblos y villas que formaban parte del reino, se exigía que todo hombre que no estuviera bajo el servicio de algún señor dispusiera de tierras para cultivar.

    Este requerimiento fue aprovechado por las órdenes militares para adueñarse de tierras y lugares con ánimo de fundar nuevas encomiendas. Dichas fundaciones fueron muy bien acogidas por los hombres que carecían de trabajo y por los que querían librarse del yugo de los grandes señores feudales, quienes muchas veces daban al bracero una comida al día como único pago por su trabajo.

    El modo de tratar las órdenes militares a sus asalariados era más humana y mejor remunerada. Sirviendo en encomiendas o bailías, el hortelano era completamente libre, ya que las tierras que cultivaba le eran concedidas mediante el pago de una cómoda renta. Con las órdenes militares llegó al Reino de Murcia la expansión agrícola, ganadera e industrial.

    La ciudad de Caravaca de la Cruz estaba llamada a ser un enclave muy importante para el Reino de Murcia. Frente a la morisca Al-Andalus, Caravaca se convierte en una ciudad fronteriza, y la protección de dicha frontera le fue encomendada a la Orden del Temple, que la mantuvo heroicamente y sin mancha alguna, desde el año 1264 hasta el año 1312 en que fue suprimida la orden.

    Historia del Blasón de Murcia

    La historia del blasón de Murcia comienza en el año 1243, cuando el Rey Alfonso X, llamado «el Sabio», hijo de Fernando III, llamado «el Santo», recibe de manos del reyezuelo moro Aben Hud la ciudad de Murcia.

    El rey comienza a formular leyes acordes con el nuevo gobierno, manifiesta que el latín quede para los clérigos e impone en todo su territorio el romance castellano, lengua que dio origen a nuestro actual lenguaje: el español. Designa adelantados para hacer cumplir sus leyes que, a modo de gobernadores territoriales, residen en la capital controlando la totalidad del reino.

    El 14 de mayo de 1266 el Rey Sabio otorga a la ciudad de Murcia cinco coronas para adornar su blasón en atención a las aportaciones que Murcia le ha concedido en hechos de armas y que le permitieron alcanzar grandes victorias y la confirmación duradera del Reino de Murcia como parte de la Marca de Castilla.

    Cien años después de este otorgamiento de señas de identidad dadas por el rey, uno de sus sucesores, Pedro I, concede a la ciudad de Murcia y a su blasón otra corona, razonando el otorgamiento por la fidelidad con que los murcianos le habían ayudado en su enfrentamiento con su hermanastro Enrique de Trastámara, por parte de Aragón. La concesión de esta sexta corona tiene lugar el día 4 de mayo de 1361, y se confirma en Sevilla el día 10 de julio del mismo año. El documento de concesión, dice: «Como bien sabéis tuve a bien haceros merced de añadir una nueva corona a vuestro blasón, que ya contaba con cinco, para que fueran seis. Y por haceros bien, concedo que pongáis en la orla de dicho sello y pendón, leones y castillos en cada uno...».

    En 1575, el Concejo toma el acuerdo plenario de dirigirse al Rey Felipe II, al que solicitan su reconocimiento para construir el blasón de la ciudad, y en cuya memoria documentada aducen los motivos que justifica su decisión: «El Señor Rey Don Alonso de gloriosa memoria, habiendo entendido la lealtad, amor y fidelidad con que acudió al Concejo, justicia y regimiento, gente principal y el común de ella a las cosas que tocaron a su real servicio, por su testamento y última voluntad dejó instituido y ordenado que luego que muriese, le fuesen sacadas sus entrañas y traídas a Murcia, donde a la Cristiandad es notable que se trajeron y están sepultadas en la capilla mayor de la Santa Iglesia catedral de esta ciudad y obispado, y porque aunque esta insigne y singular merced, los dichos señores lo celebran y estiman en lo que pueden y es razón, preciándose de ella y de lo que de ella se colige, infiere y sabe, todavía, para que sea inmortal a la memoria de los hombres y quede por principal blasón y fe de la dicha lealtad y los que al presente viven y sucedieron, se precie y tengan cuidado de lo propio, así por conservar aquello, como porque viendo el premio que los reyes Católicos de Castilla dan y han acostumbrado a dar a sus súbditos y leales vasallos que les han servido y sirven y se vaya siempre con esta buena fe y presunción de ahora en adelante, acordaron y preveyeron que el escudo y blasón de esta dicha ciudad, que siempre ha tenido seis coronas de oro en campo de rojo y los reales castillos y leones por armas y orla de honor, se ponga un corazón que manifieste lo susodicho. Y porque siendo aquello demostración de entrañas reales, es justo y necesario que intervenga licencia y autoridad real; así mismo acordaron que se suplique a su Majestad lo mande dar, representándole los fines, motivos y fundamento con que se procura emprender e intentar el dicho blasón».

    La séptima corona le fue otorgada al blasón de Murcia por el Rey Felipe V, quien el día 16 de septiembre de 1709, en premio a la lealtad murciana y su decidida ayuda para que prosperara en España la Casa de Borbón y sus aspiraciones al trono, concedió otra corona real sobre un león y una flor de lis, unidos. Rodeada de una leyenda en latín que dice: «Priscas, novissime exaltat, et amor» («La más grande expresión de amor»). A Partir de entonces, el blasón de Murcia quedó con los siguientes elementos heráldicos: en campo de gules seis coronas en oro, con tres hojas de trébol cada una, y puestas de dos en dos. En el punto de honor un escudete ovalado o corazón y en su interior una flor de lis y un león rampante de oro; alrededor y sobre plata, con tres letras negras, la orla: Priscas, novissime exaltat, et amor, sumada de otra corona de oro. Alrededor del escudo, bordura que circunda, componada de gules y plata; sobre el gules castillo de oro, y sobre la plata, león de gules coronado de oro. La totalidad del escudo va timbrada de corona ducal (posteriormente real).

  • Cruz de Caravaca, que por ministerio de ángeles fue bajada del cielo

    (Escritos del sultán almohade de Valencia y conquistador de la ciudad de Caravaca Ceit Abu-Ceit, declarando por qué se convirtió al cristianismo después de haber visto con sus propios ojos cómo dos ángeles bajaban del cielo la Santísima y Vera Cruz. Texto extraído del libro El último secreto de los caballeros templarios (Murcia, 1999), de Antonio Galera Gracia).

    «Yo, Ceit Abu-Ceit que fui rey potentísimo de toda la morisma de Mursin y Qarabaka, escribo de mi puño y letra el portentoso suceso de la aparición de la Santa Vera-Cruz.

    No me queda mucho tiempo de vida. Mañana, al amanecer, seré decapitado por el verdugo del ilegítimo rey que hoy vive en mi fortaleza. Fui juzgado por fanáticos jueces que me odiaban por haber encontrado la verdad en la religión de Jesucristo y por haber vivido mis últimos años en paz y concordia con todos los reyes cristianos.

    He sido condenado a muerte por apóstata, pero ellos están equivocados.

    No tengo miedo,estoy tranquilo, y en cierto modo contento. Rezo todos los días a nuestro Señor Jesucristo porque sé que muy pronto estaré con Él en su Reino.

    Todo lo que estoy escribiendo es para mayor gloria de Dios, y para que quede constancia del milagroso hecho que yo presencié. Y lo hago a oscuras, a escondidas, cuando nadie me ve.

    Cuando termine de narrar este glorioso pasaje de mi vida, esconderé estos pergaminos que son de cordero nonato dentro de un agujero que yo mismo he ido haciendo poco a poco tras de una piedra que se movía en la pared de este lúgubre calabozo. Los pergaminos me los trajo mi carcelero a cambio de un hermoso y rico medallón que yo todavía conservaba escondido entre los pliegues de mi ropa. El medallón es  de oro y lleva por una cara la efigie de Jesús, y por la otra la hermosa imagen de la Virgen del Carmen. Hubiera guardado de buena gana esta reliquia, porque como buen cristiano sé que todo aquél que muere con un escapulario no padece las penas del infierno; pero es más importante para mí dejar constancia de la existencia de un milagro que alaba a Dios, que mi propia seguridad o egoísmo.

    Hoy es día tres de octubre del año de gracia de mil doscientos treinta del calendario cristiano.

    Para que los que estos escritos encuentren y puedan leer en el futuro, quiero hacer, antes de comenzar a describir el santísimo milagro, una breve reseña de cómo llegue a esta prisión en la  que ahora me encuentro privado de libertad, de todos mis derechos reales y ya próximo a la muerte: después de la imborrable batalla de las Navas de Tolosa, año de mil doscientos doce del calendario cristiano, mediante la cual fueron derrotados muchos musulmanes y mi tío el gran rey Ceit-Abuceit Mohamed el Nacir fue obligado por las tropas cristianas a buscar refugio en las costas africanas, muchos de sus soldados vinieron a buscar vivienda en mi segura fortaleza, y a ofrecerme la lealtad que tantos años habían profesado a mi tío. Mi fortaleza se encontraba, se encuentra aunque ya no es mi fortaleza, situada al pie de uno de los más altos cerros que hay en la villa. Bajo ella se abre a la vista una agradable y pintoresca vega de nueve mil varas de longitud y tres mil quinientas de latitud, que está bañada por un río que nosotros llamamos Argos.

    Cuando mi abuelo se apoderó de está villa, al poco tiempo de ser conquistada Hispania por las tropas musulmanas, yo aún no había nacido. Mi abuelo le puso el nombre de: Carie-acat-Tadmir, que quiere decir en cristiano: La Fortaleza de Theodomiro, que así se llamaba mi tatarabuelo. Mi padre la heredó de mi abuelo y yo de mi padre.

    Cuando yo heredé este reino y me proclamé Rey, encontré entre las muchas ruinas romanas que bajo el suelo de mi fortaleza había, una hermosa lápida de mármol en cuya cara estaba esculpido el primitivo nombre de la villa que yo había hecho proclamar como capital de mi reino. El nombre era: Chara Baca, que los sabios de mi corte dijeron que significaba en lengua latina: campo de frutos pequeños. Y como vi que era verdad, ya que la ciudad era rica en olivos, almendros, nísperos, moras, nogales y frondosas parras con racimos de uva de todas clases y colores, hice llamar a la capital de mi reino Qarabaka, que es la mejor y más fácil manera de pronunciar ese nombre en árabe.

    Todo iba muy bien en mi reino. Hasta que un día, concretamente el día quince de septiembre del año de mil doscientos trece del calendario cristiano, un día después de haber mandado esculpir sobre la pared que sostiene la ventana por donde entraron los ángeles portadores de la Cruz el tercer mensaje conmemorativo de mi gloriosa conversión, mi primo Abu Ceit-Allah Muhammad Ibn Hud, quince años más joven que yo, hombre de toda mi confianza y valeroso coronel de mis ejércitos, al ver que por designio de los ángeles de Jesús yo dejaba la religión de mis padres y me convertía al cristianismo, abandonó mi reino acompañado de cincuenta hombres de su confianza que también decidieron dejar de servirme por creerme apóstata. Ibn Hud, mi primo, hijo de la hermana del rey de Zaragoza y de un general de sus ejércitos, se fue maldiciéndome y diciéndome que: "todo el que reniega de la verdadera fe está llamado a ser esclavo o preso, porque no hay más Dios que Alá ni más apóstol que Mahoma, su profeta". Me dijo asimismo que no descansaría hasta vencer a todos los que, como yo, habían renegado de la fe y de las enseñanzas del profeta. No tomé yo, por entonces, muy en serio sus amenazas. Creí que era una rabieta de un joven malcriado, porque en realidad era, o yo creía que lo era, un hombre noble, valeroso, bueno, en cierto modo fiel, formal, tranquilo y siempre optimista; aunque tengo que decir, que de decisiones rápidas.

    Hice mal, como pude comprobar más tarde, en no tomar en serio sus amenazas, porque mientras que yo rezaba y pedía a Dios por mi primo, él se dedicaba a reunir un gran ejército de fanáticos y aventureros ansiosos de recuperar la unificación de la fe y ávidos de grandes botines.

    Cinco años más tarde, el día doce de marzo de mil doscientos dieciocho del calendario cristiano, Ibn Hud, se presentó ante las inmediaciones de mi fortaleza respaldado por una guarnición de quinientos hombres. No se acercaron al castillo ni se dejaron ver hasta que se hizo de noche. Entonces, escalaron las murallas con una escala de cuerda y degollaron a todos los centinelas que estaban de guardia. Al ser nosotros sorprendidos en pleno sueño no pudimos responder a tan cobarde ataque. Naturalmente no esperábamos que nadie nos atacara, ya que en aquellos tiempos los musulmanes estaban completamente vencidos y dispersos, y entre todos los reyes cristianos y mi reino, reinaba una gran tranquilidad y un gran entendimiento nacido de treguas y alianzas que yo tenía que pagar a muy alto precio. Yo y los hombres que aún quedaban vivos, nos refugiamos en la Torre Sanfiro, y desde allí enviamos a un hombre que intentó descolgarse por la muralla para pedir socorro. Pero mi primo, Ibn Hud, que lo vio, mandó prender fuego a la puerta de la torre y todos los demás tuvimos que rendirnos.

    Nadie, excepto yo, quedó vivo. Mi primo, Ibn Hud, había cambiado. Ya no era el hombre noble, bueno, fiel, formal y siempre optimista que yo había conocido y educado. Ahora era cruel y sanguinario. Por orden suya, decapitaron a mis oficiales; degollaron a mis soldados; atormentaron, hasta hacerles morir, a mis ministros; se divirtieron con las mujeres, les cortaron los pechos y después las mataron; y, por último, estrellaron a los niños contra los muros de la fortaleza. Todo ello ante mí, sabedores del dolor que la visión de tan terroríficos actos causaban en mi corazón.

    Aquello fue el principio de una escala de terror, fanatismo y miedo. Con la promesa del restablecimiento de la unidad de Al-Andalus, Ibn Hud, fue poco a poco reclutando más y más hombres. Conquistó Murcin, Taybaliyya, Mulah, Muratalla, Socouos, Nerpe, Yeste, Catena, Lurqa, Miravet, Vulteyrola, Aznar, Balanah, Ceheginh, Uriyola, Ilsh, Ayyinh, Lacant y Balantalh.

    Ibn Hud, se proclamó Rey, sin tener linaje para serlo, el primero del Ramadan del año seiscientos veinticinco (cuatro de agosto de mil doscientos veintiocho del calendario cristiano).

    He de reconocer, y que Dios me perdone por ello, que yo fui un irreconciliable enemigo de los cristianos. Confieso que yo también fui cruel y sanguinario. Maté, cautivé y privé de libertad a muchas personas, sobre todo cristianas. Nunca desprecié medio alguno para reírme de los que rezaban a Jesucristo, y derramé mi furor contra los prisioneros que se encomendaban a Él antes de ser ajusticiados por mis soldados.

    Un día, con la idea de engrandecer y embellecer más mi palacio, di orden de que todos los cristianos cautivos trabajaran en sus oficios bajo las ordenes de mis maestros. Entre todos los cautivos se encontraba un bendito sacerdote de la Orden de Predicadores que decía ser de Cuenca y llamarse Chirinos, que había venido a las tierras de Qarabaka llevado por su amor a Dios y su celo por enseñar y predicar el Evangelio. Lo que le llevó a ser hecho preso por mis soldados y estar, por aquellos días, cautivo en estos mismos calabozos en los que hoy yo me encuentro.

    Todos los días salía yo a inspeccionar las obras que los cristianos, bajo la dirección de mis maestros, estaban realizando. Pero un día observé que, mientras los demás cautivos trabajaban, había uno que estaba quieto y en actitud de oración constante. Entonces le pregunté que por qué no imitaba a sus compañeros trabajando en el oficio que supiera; a lo que él me contestó: que no podía complacerme porque no tenía cuanto necesitaba para hacer lo que él sabía hacer. Pues, según dijo, su oficio no era otro que el de celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Yo vi en aquella respuesta una ocasión única e irrepetible para poder, con algunos de mis ministros y consejeros, reírme a costa de aquél que yo creía entonces un tonto o un desgraciado. Y a tal efecto hice venir a uno de mis soldados para que se pusiera a la disposición de aquel cautivo y trajera todo lo que él necesitara para celebrar la Misa. El soldado fue buscando entre los diversos botines que de los cristianos teníamos en las arcas de mi reino, y proporcionó al sacerdote todo lo que necesitaba para celebrar la Santa Misa.

    Al día siguiente, yo, con diez de mis ministros y veinte de mis consejeros, nos presentamos en la habitación donde el sacerdote iba a celebrar la misa con ánimo de mofarnos de él y de su liturgia que, entonces, creíamos era ridícula e ineficaz. El Padre Chirinos salió revestido con los ornamentos sagrados que el soldado le había proporcionado y se dirigió hacia el altar para celebrar el Santo Sacrificio. Mas cuando iba a dar principio, notó que faltaba para el acto lo más esencial: la Cruz del Redentor. Así que, de repente, se quedó parado. Entonces yo le pregunté que por qué no empezaba. Y él me respondió que la causa era debida a que el soldado no le había traido el elemento más necesario para la celebración de la Misa... Pero todavía no había acabado de decir estas palabras, cuando aparecieron milagrosamente por la claraboya en la que yo hice esculpir la reseña de la milagrosa aparición, dos ángeles que conducían una Cruz de dos brazos... ¿Es eso lo que necesitabais? -le pregunté, un poco asustado y muy maravillado por aquella celeste escena-. El sacerdote al oírme, alzó los ojos siguiendo mi dedo índice, y al ver aquel Sagrado Leño conducido por dos bellísimos ángeles celestes, con lágrimas en los ojos se adelantó a recibirlo con veneración de sus divinas y angelicales manos. Después, colocó el Sagrado Leño en el Altar, y celebró gozosamente la Misa.

    Tengo que decir que, tanto a mí como a los que me acompañaban, nos conmovió tan palpable y milagroso hecho. Y convencidos de que semejante prodigio sólo podía ser obra del verdadero Dios, renunciamos todos a nuestras falsas creencias, y abrazamos la Religión Cristiana.

    Y para perpetuar la memoria de ese maravilloso suceso, hice esculpir en las paredes de la estancia donde esto sucedió la inscripción de mi conversión que, a la vez, atestigua  la verdad de la aparición de la Santísima Vera-Cruz.

    En recuerdo de aquel maravilloso suceso y en memoria del Santo Padre Chirinos, quiero que mis últimas palabras escritas sean las que él mismo pronunció ante aquel Sagrado Leño, con las mismas lágrimas que entonces embargaron sus ojos y con la misma emoción que hoy inflama mi corazón: Dei gratia».

  • Los caballeros templarios y los ángeles de la Cruz de Caravaca

    (Notas de Antonio Galera Gracia - Cronista General de Templespaña).

    El nomen de «Ángeles de la Cruz» ha sido elegido por esta Delegación Provincial por varios motivos. El primero es porque la única Cruz Patriarcal que se representa con ángeles es, precisamente, la Santísima Cruz de Caravaca, cuya magnificencia fue bajada del cielo por dos primorosos ángeles. Milagro que debió ser muy importante para las influencias celestes, pues el Altísimo ha mandado a la Tierra a los ángeles en contadas ocasiones, siendo la más trascendente de ellas para anunciar a la Virgen María la venida al mundo del Verbo que se hizo carne.

    Otro motivo es el hecho de que, desde el punto de vista histórico, la milagrosa aparición de la Cruz en Caravaca está directamente relacionada con la Reconquista del Reino de Murcia y con la presencia de la Orden del Temple, que, quizás, amparada por el influjo divino de la Cruz, logró gobernar la región más de 48 años, dejando para la historia la garantía de su buen hacer entre los ciudadanos que vivieron bajo su administración y su profunda huella de devoción hacia la Santísima Cruz de Caravaca.

    Otra razón es de índole puramente simbólica, numerológica concretamente, pues los muchos documentos históricos que esta Delegación Provincial maneja nos dan a conocer que durante los más de cuarenta y ocho años que los templarios estuvieron tutelando la circunscripción territorial de Caravaca de la Cruz, hubo exactamente siete maestres que gobernaron la región: Juan de Huéscar, Lope Pays, Sancho Yánez, Fernando Páez, Bermudo Menéndez, Beltrán Ribasalta y Juan Yánez.

    Y el número siete es la cifra de Dios en su perfecta Unidad, el número mayor del Cosmos (siete grados de la perfección, siete esferas o niveles celestes, siete planetas que gobiernan el mundo, siete pétalos de la rosa, siete cabezas del naja de Angkor, siete ramas del árbol cósmico y sacrificial del chamanismo...). El número siete corresponde al sábado y al mes de julio. El siete nunca es día negativo y para los hebreos era sagrado. Son siete los días de la semana; Roma edificó sobre siete colinas a los durmientes de Éfeso, que fueron los campeones del cristianismo, a saber: San Andrés, San David, San Patricio, San Antonio, San Jaime, San Dionisio, San Jorge. Moisés murió, según la tradición, el séptimo día del mes de Adar. Son siete también los pecados capitales, los dones del Espíritu Santo, los dolores padecidos por la Virgen, las obras de misericordia y los Sacramentos. Según el Evangelio, cuando Cristo habló del perdón, no se refirió a siete, sino a setenta veces siete. Para los pitagóricos, el siete contenía todas las circunstancias de la vida, y por ello dividieron la existencia humana en diez periodos de siete años cada uno. En las investigaciones alquímicas que desembocaron en una inmensa evolución del pensamiento de la Edad Media, el proceso constaba de siete fases. En el Apocalipsis nos encontramos con que las revelaciones de San Juan son siete visiones dirigidas a siete iglesias; siete son las trompetas de los siete ángeles; siete los ojos del Cordero y las copas colmadas de ira de Dios..., y, como ya se ha dicho, siete fueron los maestres que mandaron durante más de cuarenta y ocho años las tropas templarias que impidieron con su coraje y tesón que las milicias árabes invadieran, no sólo el Reino de Murcia, sino toda España, ya que en aquellos tiempos el bastión que frenaba la entrada a los moros de Granada eran aquellos verdaderos «ángeles custodios» de la fe cristiana, los caballeros del Temple que gobernaban la circunscripción de Caravaca y que combatían al amparo de su Santísima y Vera Cruz.




DATOS TÉCNICOS

  • Denominación:

    TEMPLESPAÑA
    Delegación Provincial de Murcia «Ángeles de Cruz»

  • Fecha de constitución:

    4 de enero de 2003 (primer Año Jubilar de Caravaca de la Cruz)

  • Delegado Provincial:

    Luis Alcaina Guzmán (en funciones)